Los Cuentos de la Vía Férrea

 






Dedicatoria

 



Emilita, luego de tanto esfuerzo, dedicación, perseverancia y muchas cosas más, por fin llegó el día en que cierras una etapa muy hermosa de tu vida, te gradúas de BACHILLER y das inicio a otra igual de maravillosa e importante. Te adoro y amo.

                                              Madre



A Emily, mi amada hija
por su
Grado de Bachiller.

                                            Padre

 

 

 

 

 

Prólogo


Estos cuentos me lo contaron, amada hija, señorita de rizos largos. Me lo contó tu abuela Evelina y tu abuelo Jesús en noches de plenilunio unas, estrelladas otras y resplandecientes muchas. Me los contó Nerio Viejo y la gente de mi pueblo. Saben a pastizales, aguas y cielo dorado. Tienen por escenarios los espacios naturales abiertos de fincas y conucos aledaños a la vía del ferrocarril de Santa Bárbara-El Vigía de aquellos tiempos añejos de mi infancia. Por ahí solté la fantasía a volar en búsqueda del arcoíris de Aya, el mochuelo de Néstor, la ceiba de El Moralito que me invitó a crecer, el carpintero percutor de la mata de coco, y la madre de agua de La Maroma que me infundía temor y curiosidad por lo desconocido. En unos, mi imaginación se desbordó para acentuar leyendas, en otros, la realidad misma sirvió de escenario vivo. Fueron cuentos tejidos al lado de mi otro relámpago fulgurante e inagotable que me acompaña desde cinco lustros: mi amada Goya, tu hermosa mamá. Especialmente hechos para este momento trascendental en tu vida, Emilita. Disfrútalos.   



Presentación Personal Temprana



Antiguo puente metálico sobre el río Escalante que une a 
Santa Bárbara con San Carlos ( Estado Zulia).


                                                                                             Para Sofía                     

Vengo del "Veintidos". Aún siento en mis alpargatas polvorientas los camellones engransonados de la vía ferrocarrilera y las haciendas del sur del lago, donde laboraban mis queridos padres. Dispongo del gen cimarrón de los ancestros de mi progenitor en mi piel curtida por la brisa y el radiante sol zuliero; el sello originario andino materno persiste en mis andanzas. Cuando pequeño, me desplacé por el entramado de caminos de la carretera negra con sus afluentes de camellones. Supe que el "El Cuarenticinco", "El Dieciocho", "El Treinticinco", Los Cañitos, "El Quince", fueron florecientes estaciones del tren. Alternamos también con Janeiro, Caño Blanco, El Chivo, Concha y Cuatro Esquinas. No me es ajeno el mastranto de vaquera, los bramidos entre cantares de ordeño, y la espumosa leche tibia al sol naciente. Disfruté de la dulzura del mango entre piruetas en su ramaje. El canto del gallo y el trino del pitirrí me lanzaban al día, y las sombras estiradas del sol poniente le ponían en pausa. El sofoco diario se apaciguaba con querencias de mis seres queridos. Observé trazos de aguaceros sobre el terrenal del patio; me zambullí entre perlas cristalinas en chaparrones de invierno, y sentí el salpique de la lluvia sobre mi cuerpo y faz; probé sus aguas en los caldos de Mamá y en la agüita de panela de la tapara de Papá. Contemplé la ocre serpentina de las aguas apacibles del Escalante enrumbadas a la cuenca lacustre en búsqueda del relámpago silente. Con nostalgia reconstruyo las níveas piraguas pincelando el malecón de La Orilla, al contraste de la larguirucha chimenea de la fábrica láctea. Aún percibo las frecuencias de sus pitos sonoros, aún escucho el júbilo a sus llegadas y las tristes despedidas de las partidas. Degusté la pulpa ferrosa del bocachico, el bagre blanco, la manamana y el armadillo con aderezos de achote recién colado, donados por el noble rio. Saboreé, por perro caliente, al maduro espolvoreado con queso añejo; mis pizzas fueron de cachapas con queso aguaíto recién liberado de la prensa de turno donde Papá trabajaba. En vez de hamburguesas, deleité mi paladar con arepas de plátano verde cocío en brasas de fogón de leña. Degusté la mantequilla escurrida en plátano verde asao con queso blanco, en suculentas cenas de Teodora y Balbina. Las aventuras de mis héroes favoritos tenían por teatro la espesura del platanal y los matorrales del potrero. El aroma vegetal, entremezclada con humus de cultivo, era mi fragancia diaria. De ahí vengo. Participé en algarabías de pelotas, metras, trompos y emboques en mi calle El Tubo; armé volantines para retar al viento. Practiqué lucha libre para emular enmascarados, usé capas para volar sobre las esperanzas, y di correteos en juegos de cuarenta matas. Monté a caballos en camellones y potreros abiertos; jugueteé entre corrientes y pozos apacibles en caños de la panamericana. Tuve erizadas de piel con sombras nocturnas imaginarias. Hui de peleas callejeras y escolares; mi hermana me defendía. Correteé gallos, gallinas y pavos en patios y platanales. Tumbé un cristofué con la honda de turno, sin puntería premeditada. Atrapé torcasas con trampas de caña brava. Presencié la eclosión de pollitos en nidos del montarascal. Monitoreé nidos de pajaritos en copitos de acacias y cañafístulas en arboledas de los potreros. Hice peripecias sobre largos tubos en campos petroleros, y en la calle de mi barriada. Los cantos vallenatos de Escalona, entre estirones y apretones de acordeón y rasgueos de charrasca, percolaban mi piel y me hacían contornear las canillas en el piso de mi vecina colombiana. Contemplé pistas de carnavales adornadas con negritas y enmascarados; deambulé en procesiones de semana santa. La sonoridad persistente del pito de la Indulac aún retumba en mis tímpanos y me remontan al fin de año. Añoro la bondad, gentileza y dulzura de mis Padres; sus amores aún hacen presencia en mi ser profundo. También vengo de ahí, de sus rectos procederes, y sus sabias y humildes enseñanzas. En tiempos del liceo, la química revuelve mis humores, y se asoman incipientes destellos de amor púber. Compruebo que la amistad con hermandad profunda es posible con Alex y Néstor. Tuve la dicha de leer a edad temprana Así se templó el acero de Nicolai Ostrovski, mi primera novela socialista, donde me entero de otro orden social posible. Me gustaron las novelas de Dostoyevski como Crimen y castigo. Casi de inmediato vino Demián, Sidharta y El Lobo estepario de Hesse; Espartaco de Howard Fast y Así habló Saratustra de Nietzsche. Me aventuré con El Amor, las mujeres y la muerte de Shopenhauer, pero me confundió la vida y no lo entendí. Otras, y otras más... Me inicié en el cálculo diferencial y empecé a valorar la genialidad de Newton y Leibniz. Por vez primera vi plasmada sobre la pizarra las leyes de la mecánica y el electromagnetismo, esculpidas por la mente creativa de un físico titulado en mis estudios universitarios; aún a ese nivel inicial, me abrumó la profundidad de los planteamientos científicos. Me di cuenta que sí podía entenderlos y manipular sus leyes; sentí que andaba por buen camino. Mientras, alterné con atención a clientes en mi desempeño de portero, mesero y recepcionista en los espacios turísticos de Mérida. Aparecieron mis primeras angustias entre leer, estudiar o trabajar para garantizar mi sustento. Mi hada madrina, la Tía Carmen, me acobijaba con su bondad inmensurable. Se instaura la cultura oriental en las mentes juveniles y me absorbe; me inicio en yoga y literatura esotérica. Hasta que la acción meticulosa del conocimiento académico científico la destrona por siempre de mis pensamientos. Necesitaba la comprobación para creer. No estoy seguro si fue una bendición. Empecé a emular a los científicos consagrados. Aparecieron los primeros modelos en mi mente. Se me trasmutan las ideas con el mundo microscópico y sus nuevas leyes; me demuestran que son otras que lo gobiernan. Me muevo entre las leyes clásicas de la física y las modernas del mundo atómico. Nuevos paradigmas aparecen. Se acentúan mis inquietudes por entender el Cosmos, por qué el Sol brilla y se mueve, el porqué de las noches estrelladas que tanto me embelesan. El raudal de incógnitas seguía acumulándose sin respuestas definidas.




La Ceiba de El Moralito

Para Gabriel

En la ventana, la brisa bamboleaba la cinta verde lanceolada de la mata de coco que desenrollé del bolsillo para tal fin. Con eso me divertía un poco durante el corto viaje del Cuarenticinco al Moralito. Varía veces habíamos hecho el recorrido, sentados del mismo lado del autobús. También me entretenía con las ráfagas de arbustos y árboles cercanos que se perdían de mi vista en un relampaguear; con el movimiento acompasado de los más distantes, o con aquellos perezosos atados al lejano horizonte azulado. Me embelesaban las formas geométricas de sus copas, unas redonditas como las naranjas de mi patio, otras cónicas como el cucurucho de bijao que algunas veces me elaboraba para sentirme de mayor estatura. Me gustaban las jugadas al escondite que constantemente hacían a medida que el autobús avanzaba por la vía. Con el vaivén de mi manita los saludaba desde el inicio de mi viaje; parecía que los conocía desde siempre. Al verme, el alborozo se formaba; los cercanos enloquecían con el movimiento estrepitoso de sus ramajes y los aplausos escapados del golpeteo de las hojas; los distantes me seguían con las tenues miradas tristes de sus difusas frondas. Eran mis amigos de aventura por la carretera negra; los otros, los de mi patio, los que se quedaban esperándome, eran tranquilos y sólo respondían a las caricias y rumores de los suaves vientos de la tarde. Me impresionaban éstos, por sus inquietos correteos por la vía, ¡cómo se alborotaban cuando me veían!, venían a mi encuentro unos, y me dejaban un fugaz saludo; otros, me pedían que atendiera sus fascinantes correrías por la inmensa sabana surlaguense. Unas veces eran brillocitos al mediodía, otras se teñían de un blanquecino difuso cuando se escondían tras la bruma matutina; habían días que cambiaban de color. En ocasiones, unos se vestían de amarillo pollito, mientras otros conservaban su ropaje verde de variado matiz. Al que vestía de sol dorado lo llamé Pollín, por mi mascota más reciente; al redondo, de fronda rasante con la hierba de la sabana lo llamé Nara, y así los bauticé con nombres conocidos para tratarlos con cariño y recordarlos con facilidad. Con cada parada del autobús, mis amigos de la sabana también se detenían y pegaban la carrera como locos al continuar la marcha; eso me gustaba y me entretenía. Y me cautivó la quietud asumida en las verdes sabanas y la movilidad que mostraban en la cinta infinita de la carretera. Desde entonces, me sedujo la magia escondida en los desplazamientos de mis inquietos compañeros vegetales a través de la vía; y el vuelo estático rasante del caricari y los trenes de garzas blancas levitando frente a la ventana del bus, me sumergió en las primeras inquietudes del comportamiento de los cuerpos en movimiento. Fue la experiencia más incipiente que tuve sobre la relatividad de las cosas que se mueven.

Mientras los minutos se difundían entre el inquieto paisaje, en segundo plano centraba mi atención en el gigante del camino que pronto vería aparecer. Tenía forma de pescuezo de garza blanca; largo, muy largo y estirado, delgado como el bejuco y alto como las nubes. Aunque se mantiene apostado en sigilo al lado derecho de la carretera, siempre se me acercaba con premura y se perdía entre el verdor de la sabana. Casi de inmediato Papá interrumpía mi ensimismamiento y me alertaba con: “estamos llegando”.

Ese árbol me sedujo por su porte magistral de gigante solitario, erguido al borde de la carretera negra. Por eso le pedía a Papá sentarnos a mano diestra del autobús para divisarlo con facilidad antes de llegar al caserío. Era la ceiba de El Moralito, la que nos indicaba que estábamos arribando a nuestro destino. La recuerdo mucho, porque Papá me decía que iba a crecer tanto como ella y que mi cabellera iba a ser así de frondosa con el tiempo. Entonces sentía que iba a ser gigante como la ceiba y con la mente lúcida de mi Papá. Con cada domingo que la divisaba, sentía que me estiraba más, más y más. Me compenetré tanto con la Ceiba de El Moralito que siempre esperaba la pregunta de Mamá al regresar a casa: ¿la viste? Sí y crecí, ¡míreme! Por eso me ponía el cucurucho de bijao para ser tan alto como la ceiba. Traté de encontrarme con una larguirucha más alta, pero no encontré a la redoma otra que la traspasara. Por supuesto que había, pero esa ceiba llenó tanto mi infancia de encanto y fascinación que al dejar el Cuarenticinco hacia Mene Grande, plasmé su imagen en la primera tarea de dibujo libre en mi escuela de primer grado.

Hoy me pregunto: ¿Desde cuándo eres Faro de El Moralito, ceiba de ceibas? ¿Cuántas estrellas fugaces más habrás enumerado desde aquellos días? ¿Cuánto medirá tu pescuezo de garza blanca aferrado a la sabana? ¿Cuántas hojas habrás esparcido al recto camino? ¿Cuántos chubascos de Santa Rosa habrán querido doblegarte? ¿Cuántos rayos y centellas te han desafiado? ¿Cuántos nidos de gavilán peregrino habrás albergado desde entonces? ¿Cuántos niños de El Moralito han crecido desde que eres lo que eres? ¿Cuántos vagones del tren de antaño pisaron tu informe sombra e irrumpieron en el silencio de tu brisa? y ¿Cuánto más seguirás jugando con las nubes, Ceiba de El Moralito?

 


La Madre de Agua de la Maroma




                                                                                                                                  Para Naya                                                                                                                      

La Maroma misma, es en sí una culebra ondulante. Es caño zigzagueante desde aquellos remotos orígenes que se difunden en la historia geológica de la exuberancia vegetal que lo cobija. Es caño que pretendió ser rio; es rio que decidió ser caño para tributar al Escalante. Se tuerce a ratos en búsqueda del lago para verter sus aguas recogidas en cada torcedura sobre la sabana y poder nutrir así a sus moradores.

La Maroma es puente y caño amalgamados; puente y caño son maromas, piruetas originarias para acceder a orillas, y cauce de tránsito al lago para enrumbar destinos. Es asiento de vida vegetal que lo sigue por sus riveras y cauce, y lecho de vida animal peculiar de la zona que transita. Especies diversas conviven en sus traslúcidas aguas desde que manan de las entrañas del redondel hasta que la cede al gran depositario acuífero. Es ecosistema bondadoso para cualquier especie exótica animal que quiera compartir e interactuar equilibradamente. Espacio de encanto, magia y hechizo donde se forjan imaginarios colectivos que incitan la fabulación. Se empalma con aguas extendidas del lago al final de su recorrido; ahí terminan sus andanzas con su lengua de agua dulce de la sabana anclada al oleaje. El caño La Maroma es vena abierta al tráfico poblacional que busca las aguas lacustres para aventura y distensión.

En estos espacios, la imaginación en juego con el paisaje, ha entretejido historias tan arraigadas en la cultura popular de nuestro pueblo de Santa Bárbara, que saben a folclor, a creación popular salpicada de medias verdades, a chistes condimentados, a cuentos y anécdotas delirantes; a exageración, picardía, asombro, sonrisas y carcajadas. Donde no hay preguntas sobre el de dónde vino y cómo apareció. Sólo existen, alguien lo certificó y eso basta. El cuentacuento del pueblo, el decimista oral, la paciente abuela con sus nietos, los reforzaron. A mi maestro del Chupulún se le salió la historia en plena clase de castellano, él sí creía en esas cosas de la maroma y nos mandó a dibujar la criatura. Papá y el viejo Nerio me la habían contado aquella noche en la Calle El Tubo, en plena penumbra de plenilunio, con los tauretes recostados al tubo y el bombillo del frente apagado; y eso fue suficiente, me convencieron sus narraciones. Entonces me afinqué en su descripción gráfica, por sus insistencias de culebra brava. Ellos lo escucharon a viva voz de aquel que se lo contó, quien la vio por vez primera engullendo la vaca con los cachos sobresaliendo de sus grandes fauces. Y mi dibujo se convirtió en culebra tragona de vacas, de dientes afilados y cachos endiablados, haciendo estragos en la maroma. Y la madre de agua también hizo estragos con los siete becerros de Ara, se los tragó de uno en uno mientras ella ayudaba a Mamá con los trastes sucios del almuerzo. Cuando llegó a su corral, todos los suyos habían desaparecido, sólo uno de los míos faltaba, la malvada culebra de barro grea, de vara y media de largo, estaba atragantada con ocho becerros de taparitas con paticas y cuernitos de palos que habíamos hecho con las frutas de las taparas de nuestra mata del fondo del rancho. La culebra se había vuelto un rosario de siete cuentas y por su inmensa cabeza sobresalían las patas de la octava. Saltaron los lloriqueos, las carcajadas, los regaños, y los correteos por el patio para evadir las bravuras de mi hermana. Así, entre dibujos y esculturas de fruto y barro, convertimos el mito en realidad en nuestros primeros años de existencia. 

Puente y madre de agua de la maroma empezaron a resonar en mi mente infantil. Mi vecino Pajarito, quien conocía bien el cuento, me invitó a ver el puente y el caño a pie. Era cerca, pero quedaba lejos para nuestra temprana edad. Él era muy atrevido, su corta vida de limpiabotas lo había preparado para tal aventura, quería enfrentarse a la culebra como lo hacía el hombre de la selva, me decía, tal como lo veíamos en los cuentos de historietas semanales que leíamos antes de intercambiarlos en el cine Rex, previo a la entrada de la serie sabatina de la semana. Por supuestos, que no fui por el temor que me infundían las historias escuchadas. 

Ciertas tardes de los martes y jueves, la madre de agua se le atravesaba al autobús cuando asistía a clase de agropecuaria en la Escuela Granja en el kilómetro dos; otras veces la veía enredada dormitando en el viejo puente metálico del antiguo ferrocarril. Mi imaginación jugueteó un tiempo con su estampa hasta que las primeras imágenes de “Perdidos en el Espacio” y la lucha libre “Catch as catch can” la desplazaron de mi mente por un tiempo.

Aquí, dentro de las entrañas mismas de mi pueblo se forjó la historia que me contaron -que se convirtió en leyenda, mito o realidad- de la madre de agua de la maroma. Rara, muy rara me decían, esa culebra, con grandes cachos, rápida, muy rápida, fugaz como las flechas, como rayos de tormenta, como ráfagas del chubasco de Santa Rosa. Pocos la vieron, pero existía, existe, en alguna parte debe andar. Nos dejó los asombros, los sobresaltos, cuando se cruzaba el caño donde se hacía maroma para alcanzar la otra orilla en aquellos tiempos de inicios del caserío que no se conformó con ser pueblo y se convirtió en ciudad, que comparte venideros tiempos con la otra “ciudad pareja” de la orilla opuesta del Escalante, en el decir de nuestros distinguidos cronistas surlaguenses.


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