domingo, 1 de agosto de 2021

La Madre de Agua




La Madre de Agua de la Maroma




                                                                                                                                  Para Naya                                                                                                                      

La Maroma misma, es en sí una culebra ondulante. Es caño zigzagueante desde aquellos remotos orígenes que se difunden en la historia geológica de la exuberancia vegetal que lo cobija. Es caño que pretendió ser rio; es rio que decidió ser caño para tributar al Escalante. Se tuerce a ratos en búsqueda del lago para verter sus aguas recogidas en cada torcedura sobre la sabana y poder nutrir así a sus moradores.

    La Maroma es puente y caño amalgamados; puente y caño son maromas, piruetas originarias para acceder a orillas, y cauce de tránsito al lago para enrumbar destinos. Es asiento de vida vegetal que lo sigue por sus riveras y cauce, y lecho de vida animal peculiar de la zona que transita. Especies diversas conviven en sus traslúcidas aguas desde que manan de las entrañas del redondel hasta que la cede al gran depositario acuífero. Es ecosistema bondadoso para cualquier especie exótica animal que quiera compartir e interactuar equilibradamente. Espacio de encanto, magia y hechizo donde se forjan imaginarios colectivos que incitan la fabulación. Se empalma con aguas extendidas del lago al final de su recorrido; ahí terminan sus andanzas con su lengua de agua dulce de la sabana anclada al oleaje. El caño La Maroma es vena abierta al tráfico poblacional que busca las aguas lacustres para aventura y distensión.

    En estos espacios, la imaginación en juego con el paisaje, ha entretejido historias tan arraigadas en la cultura popular de nuestro pueblo de Santa Bárbara, que saben a folclor, a creación popular salpicada de medias verdades, a chistes condimentados, a cuentos y anécdotas delirantes; a exageración, picardía, asombro, sonrisas y carcajadas. Donde no hay preguntas sobre el de dónde vino y cómo apareció. Sólo existen, alguien lo certificó y eso basta. El cuentacuento del pueblo, el decimista oral, la paciente abuela con sus nietos, los reforzaron. A mi maestro del Chupulún se le salió la historia en plena clase de castellano, él sí creía en esas cosas de la maroma y nos mandó a dibujar la criatura. Papá y el viejo Nerio me la habían contado aquella noche en la Calle El Tubo, en plena penumbra de plenilunio, con los tauretes recostados al tubo y el bombillo del frente apagado; y eso fue suficiente, me convencieron sus narraciones. Entonces me afinqué en su descripción gráfica, por sus insistencias de culebra brava. Ellos lo escucharon a viva voz de aquel que se lo contó, quien la vio por vez primera engullendo la vaca con los cachos sobresaliendo de sus grandes fauces. Y mi dibujo se convirtió en culebra tragona de vacas, de dientes afilados y cachos endiablados, haciendo estragos en la maroma. Y la madre de agua también hizo estragos con los siete becerros de Ara, se los tragó de uno en uno mientras ella ayudaba a Mamá con los trastes sucios del almuerzo. Cuando llegó a su corral, todos los suyos habían desaparecido, sólo uno de los míos faltaba, la malvada culebra de barro grea, de vara y media de largo, estaba atragantada con ocho becerros de taparitas con paticas y cuernitos de palos que habíamos hecho con las frutas de las taparas de nuestra mata del fondo del rancho. La culebra se había vuelto un rosario de siete cuentas y por su inmensa cabeza sobresalían las patas de la octava. Saltaron los lloriqueos, las carcajadas, los regaños, y los correteos por el patio para evadir las bravuras de mi hermana. Así, entre dibujos y esculturas de fruto y barro, convertimos el mito en realidad en nuestros primeros años de existencia.

    Puente y madre de agua de la maroma empezaron a resonar en mi mente infantil. Mi vecino Pajarito, quien conocía bien el cuento, me invitó a ver el puente y el caño a pie. Era cerca, pero quedaba lejos para nuestra temprana edad. Él era muy atrevido, su corta vida de limpiabotas lo había preparado para tal aventura, quería enfrentarse a la culebra como lo hacía el hombre de la selva, me decía, tal como lo veíamos en los cuentos de historietas semanales que leíamos antes de intercambiarlos en el cine Rex, previo a la entrada de la serie sabatina de la semana. Por supuestos, que no fui por el temor que me infundían las historias escuchadas.

    Ciertas tardes de los martes y jueves, la madre de agua se le atravesaba al autobús cuando asistía a clase de agropecuaria en la Escuela Granja en el kilómetro dos; otras veces la veía enredada dormitando en el viejo puente metálico del antiguo ferrocarril. Mi imaginación jugueteó un tiempo con su estampa hasta que las primeras imágenes de “Perdidos en el Espacio” y la lucha libre “Catch as catch can” la desplazaron de mi mente por un tiempo.

    Aquí, dentro de las entrañas mismas de mi pueblo se forjó la historia que me contaron -que se convirtió en leyenda, mito o realidad- de la madre de agua de la maroma. Rara, muy rara me decían, esa culebra, con grandes cachos, rápida, muy rápida, fugaz como las flechas, como rayos de tormenta, como ráfagas del chubasco de Santa Rosa. Pocos la vieron, pero existía, existe, en alguna parte debe andar. Nos dejó los asombros, los sobresaltos, cuando se cruzaba el caño donde se hacía maroma para alcanzar la otra orilla en aquellos tiempos de inicios del caserío que no se conformó con ser pueblo y se convirtió en ciudad, que comparte venideros tiempos con la otra “ciudad pareja” de la orilla opuesta del Escalante, en el decir de nuestros distinguidos cronistas surlaguenses.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

ENTRADA DESTACADA:

ENTRADAS POPULARES: