El Escalante
Cada vez que, desde los puentes de Santa Bárbara atisbo al Escalante, mi memoria se embelesa en los recuerdos. La inmediatez de sus orillas con mi rancho me estampó su encanto al compás del diario cruce rumbo a las aulas del liceo. Y vienen por mí sus ocres aguas horizontales, tranquilas y silentes en reclamo del chapuzón y el “clavao” desde la orilla de la mata de lara de la Glorieta, que ofertaba su ramaje, tal cuerda o trampolín, para las peripecias infantiles. Cada muchacho de entonces tenía su orilla preferida en la franja beige del río, para contemplar la estela triangular ondulante formada en su lecho y la llegada de sus vaivenes a la rivera, cada vez que lo transitaban las canoas lecheras rumbo a la Indulac. Cada quién tenía su sitio de lanzamiento durante la aventura de alcanzar la orilla opuesta y retornar a nado sincronizado con la última bocanada de aire. Otras veces, se usaba como estación de lanzamiento del anzuelo repleto de nata desechada de la fábrica láctea en búsqueda del bagre, el pámpano o el paletón de la cena. Muchos barcos de papel sucumbieron en sus aguas al tratar de cruzar su cauce; desconozco cuántos volantines hundieron sus recados antes de alcanzar la orilla de San Carlos, no contabilicé tras cuántos rebotes las lajas danzarinas se sumergían en sus aguas. Sí contemplé, cómo muchos discos metálicos de los potes de leche de la Indulac, cual platillos volantes, lograban franquear su anchura y alcanzar la orilla opuesta. También presencié, cómo Pajarito traspasaba sus barreras a nado limpio sin cansarse.