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viernes, 13 de agosto de 2021

Los juguetes

Los juguetes

El tubo reemplazó mis columpios de Mene Grande. Aprendí a caminar descalzo en su lomo para minimizar las caídas; me di cuenta de la necesidad de levantar ambos brazos en cruz para lograr y conservar el equilibrio. Elogiaba con asombro las peripecias de mi amigo Guillermo “Pajarito” Morales, experto en encaramarse de un salto, para caminar y correr por el tubo como el mejor malabarista de circo. Fue necesario la práctica mesurada en su parte baja para adquirir cierta destreza y la confianza necesaria para aventurarme luego en alcanzar y traspasar el sector más profundo del cenagal, hasta llegar cerca de la fábrica láctea Indulac. En esa época eran contados los bombillos que iluminaban la calle. El Señor Guillo, vecino del frente, nos surtía de electricidad en calidad de alquiler para iluminar el interior del rancho con un solo bombillo, con la condición de apagarlo temprano; además, el presupuesto de papá no daba para pagar otros más. El resto de vecinos hacía lo mismo. En consecuencia, la calle El Tubo muy temprano quedaba en tinieblas y me servía para el deleite del cielo nocturno del pueblo; me acostaba boca arriba sobre el tubo y así permanecía largos ratos contemplando las incrustaciones titilantes de la oscura bóveda de allá arriba, mientras las contrastaba con la infinitud de lucecitas intermitentes en el fondo del montarascal. Quizás esto definió en parte mi profesión futura.

martes, 10 de agosto de 2021

El Escalante

 El Escalante

El río Escalante separando a Santa Bárbara de
San Carlos, las ciudades gemelas.

Cada vez que, desde los puentes de Santa Bárbara atisbo al Escalante, mi memoria se embelesa en los recuerdos. La inmediatez de sus orillas con mi rancho me estampó su encanto al compás del diario cruce rumbo a las aulas del liceo. Y vienen por mí sus ocres aguas horizontales, tranquilas y silentes en reclamo del chapuzón y el “clavao” desde la orilla de la mata de lara de la Glorieta, que ofertaba su ramaje, tal cuerda o trampolín, para las peripecias infantiles. Cada muchacho de entonces tenía su orilla preferida en la franja beige del río, para contemplar la estela triangular ondulante formada en su lecho y la llegada de sus vaivenes a la rivera, cada vez que lo transitaban las canoas lecheras rumbo a la Indulac. Cada quién tenía su sitio de lanzamiento durante la aventura de alcanzar la orilla opuesta y retornar a nado sincronizado con la última bocanada de aire.  Otras veces, se usaba como estación de lanzamiento del anzuelo repleto de nata desechada de la fábrica láctea en búsqueda del bagre, el pámpano o el paletón de la cena. Muchos barcos de papel sucumbieron en sus aguas al tratar de cruzar su cauce; desconozco cuántos volantines hundieron sus recados antes de alcanzar la orilla de San Carlos, no contabilicé tras cuántos rebotes las lajas danzarinas se sumergían en sus aguas. Sí contemplé, cómo muchos discos metálicos de los potes de leche de la Indulac, cual platillos volantes, lograban franquear su anchura y alcanzar la orilla opuesta. También presencié, cómo Pajarito traspasaba sus barreras a nado limpio sin cansarse.

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