En Búsqueda del Horizonte
Cercano
Para Yálida Suárez
Al fin me decidí, después de darle tanta vuelta en mi mente, a prestarle atención a la inquietud que me mortificaba desde hacía rato. Empecé el viaje programado desde varios días atrás. Salí temprano de mi casa, cuando el sol recién asomaba sus primeros destellos por el borde del gran monte de la serranía. Dije, esta vez si tengo que llegar. Antes, el intento lo había hecho. Estuve caminando por las tardes a lo largo del camino que pasaba frente a la finca de mi papá, como ejercicio anterior para emprender la caminata que planeaba hacer. Aquel día por fin me decidí y arranqué, caminé tanto que no recuerdo cuánto; y de pronto, miro hacia atrás, y el techo de mi casa se habia esfumado. En ese momento sentí el primer temor verdadero de mi vida, me encontré sola e íngrima, sin ninguna alma caritativa que me ofreciera compañía, nadie se habia cruzado conmigo desde que habia partido. El sol aún no se había encaramado tanto en el cielo, pero ya me parecía que había pasado mucho, mucho tiempo. Sabía que, como era domingo, ese día la gente no trabajaba y se quedaba en casa descansando. Sin embargo, recuerdo que respiré profundo, muy profundo, como tres o cuatro veces para tomar aliento, como me recomendaba mi nono: “cuando vusté esté en dificultades y no jaye que hacer, respire profundo y verá mijita que eso rapidito se le pasa ”. Eso mismito lo hice y de inmediato el alma me llegó de nuevo al cuerpo. Seguí andando por el camino empedrao acompañado del trino de las aves y el rumor del arroyo que bajaba desde lo alto de la montaña que llevaba a mi lado. ¡Qué sensación más cautivadora la de haber formado parte, a edad temprana, del mundo natural donde se conjugaban los acordes melodiosos, de aquellos lindos seres del creador, con pinceladas multicolores revoloteando en mañanas del refulgente cielo andino!
Se me alegró la vida y seguí caminando hasta la próxima
curva cuando, desde lejos, empecé a divisar una silueta grande con paltó gris
que iba creciendo a medida que se me acercaba. Cuando logré identificar quién
era, el corazón casi se me sale del sustote que me dio. No la pensé dos
veces, di la media vuelta y en un segundo emprendí la carrera de regreso, y en
un santiamén alcancé el portón de alambre del patio de mi casita. Había
visto al “loquito Chente” –Vicente– quién, desde el pueblo de abajo,
emprendía la acostumbrada caminata dominguera hasta el caserío vecino a ver a
su hermana Jacinta. A Chente le tenía mucho respeto desde pequeña,
porque con él nos amenazaban cuando nos portábamos mal. Nos controlaban con: “si
no dejan la peleadera, se los voy a entregar a Chente come caliente”. Le
agregaron el “come caliente” porque, al detenerse frente a cualquier
casa vecina, no aceptaba nada frío, la comida debía estar caliente. Vicente
mantenía un rosario de cuentas blancas, colgado de su larguirucho cuello todo el
tiempo, y como desde lejos no se diferenciaba lo que era, mi mamá me decía “en
ese collar Chente colecciona de los niños mal portados, sus dientes”. Yo
tenía mis dientes completicos y no quería perderlos; en ese momento entendí por
qué a mi hermano mayor le faltaban tres dientes, ¡ese sí que era tremendo! Así que, desde lejos lo primero que hice fue
verle el collar de dientes a Chente y me dije “paticas pa’ que te tengo,
Chente no se va adornar con mis dientes”. ¡Madre susto el mío! Por un rato
dejé de pensar en lo que me había propuesto realizar.
Pero, lo que se lleva en la mente no se deshace así nomás.
Seguí pensando en lo mismo. Tengo que alcanzar lo que se ve allá a lo lejos, y
pronto. Desde muy chiquita me preguntaba, dónde quedaba ese lugar donde cielo y
tierra se abrazan y dan la mano; donde la verdosa arboleda y el cielo azul
celeste juguetean por las tardes a combinar sus colores. Hasta allá tengo que
llegar. Esa fue la primera pregunta trascendental que me formulé, y el primer
desafío a principio de la vida. Ese pensamiento no me dejaba dormir por
momentos. Intenté conseguir respuesta con mi maestra Eufrasia, pero no me dijo
gran cosa. Recuerdo que mencionó algo así como: “Muchacha, esas son cosas de
nuestro señor, no pregunte eso, que sí eso existe es porque fueron hechas así,
déjese de tanta preguntadera mija, mejor póngase hacer la plana que le mandé
porque usted tiene la letra muy fea; o dígale a mi comadre que le ponga hacer
suficientes oficios pa’ que se olvide de eso”.
Ni Chente, ni los
consejos de mi maestra, lograron deshacer la ilusión de encontrarme en aquel
lugar donde el cielo y la tierra se juntaban; pensaba, cuando llegue al sitio,
esa noche se me va hacer fácil trepar a la parte más alta del cielo. Así que
ideé un plan: me agarro de las estrellas más bajas, voy escalando entre ellas
hasta llegar a la parte más alta del oscuro y titilante firmamento y ¡zuás!,
cuando aparezca una estrella fugaz, la atrapo, y sin dejar que se salga de mis
manos, pediré el deseo. Sólo pude ver una la otra noche, pero pasó tan rápido
que no me dio tiempo de pedir ninguno. Siempre he querido una estrella de esas
que de pronto se desprenden del cielo y parecen que nos va a caer en la sien.
Mi nona me decía que sí podían caer en la cabeza de la gente; pero esas cosas
les pasan a las personas dañinas, a usted no mi niña, vusté es una niña
muy bien comportada. Sonreí para mis adentros y me dije: si supiera mi abuela
lo que hice en días pasado con la miel de abeja, cambiaría de opinión. También
me comentaba que sí se podían atrapar, que ella había escuchado de alguien que
había atrapado una y se había hecho de poderes sorprendentes; no se sabía dónde
estaba ni cuando sucedió, pero eso es lo que se rumoraba en el pueblo. Esa
persona hasta se hace invisible, y no le extrañe mi niña que la tengamos al
lado presenciando nuestra conversa. ¡Huy abuela! ¡Zape gato!
En la tertulia con mi maestra, ella misma me comentó que
eso que yo le señalaba, se llamaba horizonte, y que quedaba muy lejos. A mí eso
no me cabía en la cabeza; para mí, el horizonte estaba muy cerquita, así que
decidí intentar visitarlo de nuevo. Averigüé los días que el andariego “Chente
cabeza caliente” no pasaría por el sendero y emprendí otra vez la caminata.
Ahora, sí llegué donde quería, a la verdosa arboleda llena de pajaritos y
cotorras revoloteando entre la enramada. Pero, ¡qué sorpresa!, cuando estuve a
punto de alcanzar el horizonte, éste se corrió hacia un lugar un poco más
distante. Un gran cerro verde salpicado de azul, jugueteaba con el lejano
cielo. Ese sitio me pareció tan
inalcanzable que tuve que tomar una decisión. Decirle a mi nona que me llevara
donde vivía el horizonte. No terminé de decir esa frase cuando me dijo, “qué
horizonte ni que horizonte, vaya y le echa estos granos de maíz a las gallinas
y los patos, y se me pone hacer las planas que le mandaron, mire que la letra
la tiene como las curvas del camino”.
Ahora sí sentía que el horizonte se me alejaba aún más,
pero mi idea no terminó ahí. Escuché en
la noche que mi papá iba al pueblo a realizar el mercado de la semana, y como
sabía que por su ruta se ubicaba mi horizonte, hice gala de mi zalamería para
que me llevara de compañía. Así fue. Muy tempranito andaba montaba en mi mula
Ruperta, al lado de mi taita, rumbo al encuentro con mi anhelado
horizonte. Ahora sí era verdad que no se me escaparía, entendí que era
juguetón, que le gustaba esconderse, moverse y colocarse a lo lejos, que
después de la alta arboleda se trasladaría hasta el inmenso cerro que se
divisaba a lo lejos. Y así pasó, se movió cuando estuve muy cerca de él. Pero
no me importó, lo dejé para el próximo encuentro que pronto iba a ocurrir. La
emoción crecía a medida que me acercaba al cerro donde estaba segura que iba a
tocar el horizonte y que vería bien definida la línea donde se saluda con el
cielo. Habíamos subido mucho en las mulas y estábamos muy cerca de la cima del
monte, sólo faltaba un tantico no más, y se desplegaría lo que desde tantos
días anhelaba. Pensé entonces que no le haría más preguntas impertinentes a la
maestra, que ya mi nona no me reprocharía más mis fastidiosos inventos,
que Carlitos dejaría de mofarse mío en plena clase de geografía por mis
inquietudes sobre el fulano horizonte, que al fin podría alcanzar las estrellas
y agarrar una fugaz. Sí, y que de ahora en adelante les podría narrar mis
propias experiencias vividas con el horizonte. Terminamos de llegar a la cima
de la montaña donde hicimos un alto para que papá se tomara una guarapita en la
bodega del camino y las tres mulas recibieran su merecido descanso. Entonces
papá me dijo: “Venga mi niña, vamos a contemplar lo que el señor le tiene
preparado a lo largo de su hermosa vida”. Cuando pensé que al fin se iban a
cumplir mis sueños, quedé sorprendida con la inmensidad de llanura que se
extendía hacia el lado oeste del espacio, y caí en cuenta que el horizonte se
había trasladado hacia un lugar casi inalcanzable para mí. Quedé petrificada,
las palabras no me salían y los ojos se me aguaraparon; la vista se me fue
solita hasta los confines de su grandeza. Adiós mi horizonte, pensé. Sin
embargo, rápidamente me repuse con el vaso de chicha que me dio mi taita
y me dije para mis adentros: ¡En algún momento te alcanzaré!
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