martes, 26 de octubre de 2021

En Búsqueda del Horizonte

              En Búsqueda del Horizonte 

                   Cercano                                                                 


  

Para Yálida Suárez



Al fin me decidí, después de darle tanta vuelta en mi mente, a prestarle atención a la inquietud que me mortificaba desde hacía rato. Empecé el viaje programado desde varios días atrás. Salí temprano de mi casa, cuando el sol recién asomaba sus primeros destellos por el borde del gran monte de la serranía. Dije, esta vez si tengo que llegar. Antes, el intento lo había hecho. Estuve caminando por las tardes a lo largo del camino que pasaba frente a la finca de mi papá, como ejercicio anterior para emprender la caminata que planeaba hacer. Aquel día por fin me decidí y arranqué, caminé tanto que no recuerdo cuánto; y de pronto, miro hacia atrás, y el techo de mi casa se habia esfumado. En ese momento sentí el primer temor verdadero de mi vida, me encontré sola e íngrima, sin ninguna alma caritativa que me ofreciera compañía, nadie se habia cruzado conmigo desde que habia partido. El sol aún no se había encaramado tanto en el cielo, pero ya me parecía que había pasado mucho, mucho tiempo. Sabía que, como era domingo, ese día la gente no trabajaba y se quedaba en casa descansando. Sin embargo, recuerdo que respiré profundo, muy profundo, como tres o cuatro veces para tomar aliento, como me recomendaba mi nono: “cuando vusté esté en dificultades y no jaye que hacer, respire profundo y verá mijita que eso rapidito se le pasa ”. Eso mismito lo hice y de inmediato el alma me llegó de nuevo al cuerpo. Seguí andando por el camino empedrao acompañado del trino de las aves y el rumor del arroyo que bajaba desde lo alto de la montaña que llevaba a mi lado. ¡Qué sensación más cautivadora la de haber formado parte, a edad temprana, del mundo natural donde se conjugaban los acordes melodiosos, de aquellos lindos seres del creador, con pinceladas multicolores revoloteando en mañanas del refulgente cielo andino!

Se me alegró la vida y seguí caminando hasta la próxima curva cuando, desde lejos, empecé a divisar una silueta grande con paltó gris que iba creciendo a medida que se me acercaba. Cuando logré identificar quién era, el corazón casi se me sale del sustote que me dio. No la pensé dos veces, di la media vuelta y en un segundo emprendí la carrera de regreso, y en un santiamén alcancé el portón de alambre del patio de mi casita. Había visto al “loquito Chente” –Vicente– quién, desde el pueblo de abajo, emprendía la acostumbrada caminata dominguera hasta el caserío vecino a ver a su hermana Jacinta. A Chente le tenía mucho respeto desde pequeña, porque con él nos amenazaban cuando nos portábamos mal. Nos controlaban con: “si no dejan la peleadera, se los voy a entregar a Chente come caliente”. Le agregaron el “come caliente” porque, al detenerse frente a cualquier casa vecina, no aceptaba nada frío, la comida debía estar caliente. Vicente mantenía un rosario de cuentas blancas, colgado de su larguirucho cuello todo el tiempo, y como desde lejos no se diferenciaba lo que era, mi mamá me decía “en ese collar Chente colecciona de los niños mal portados, sus dientes”. Yo tenía mis dientes completicos y no quería perderlos; en ese momento entendí por qué a mi hermano mayor le faltaban tres dientes, ¡ese sí que era tremendo!  Así que, desde lejos lo primero que hice fue verle el collar de dientes a Chente y me dije “paticas pa’ que te tengo, Chente no se va adornar con mis dientes”. ¡Madre susto el mío! Por un rato dejé de pensar en lo que me había propuesto realizar.

Pero, lo que se lleva en la mente no se deshace así nomás. Seguí pensando en lo mismo. Tengo que alcanzar lo que se ve allá a lo lejos, y pronto. Desde muy chiquita me preguntaba, dónde quedaba ese lugar donde cielo y tierra se abrazan y dan la mano; donde la verdosa arboleda y el cielo azul celeste juguetean por las tardes a combinar sus colores. Hasta allá tengo que llegar. Esa fue la primera pregunta trascendental que me formulé, y el primer desafío a principio de la vida. Ese pensamiento no me dejaba dormir por momentos. Intenté conseguir respuesta con mi maestra Eufrasia, pero no me dijo gran cosa. Recuerdo que mencionó algo así como: “Muchacha, esas son cosas de nuestro señor, no pregunte eso, que sí eso existe es porque fueron hechas así, déjese de tanta preguntadera mija, mejor póngase hacer la plana que le mandé porque usted tiene la letra muy fea; o dígale a mi comadre que le ponga hacer suficientes oficios pa’ que se olvide de eso”.

 Ni Chente, ni los consejos de mi maestra, lograron deshacer la ilusión de encontrarme en aquel lugar donde el cielo y la tierra se juntaban; pensaba, cuando llegue al sitio, esa noche se me va hacer fácil trepar a la parte más alta del cielo. Así que ideé un plan: me agarro de las estrellas más bajas, voy escalando entre ellas hasta llegar a la parte más alta del oscuro y titilante firmamento y ¡zuás!, cuando aparezca una estrella fugaz, la atrapo, y sin dejar que se salga de mis manos, pediré el deseo. Sólo pude ver una la otra noche, pero pasó tan rápido que no me dio tiempo de pedir ninguno. Siempre he querido una estrella de esas que de pronto se desprenden del cielo y parecen que nos va a caer en la sien. Mi nona me decía que sí podían caer en la cabeza de la gente; pero esas cosas les pasan a las personas dañinas, a usted no mi niña, vusté es una niña muy bien comportada. Sonreí para mis adentros y me dije: si supiera mi abuela lo que hice en días pasado con la miel de abeja, cambiaría de opinión. También me comentaba que sí se podían atrapar, que ella había escuchado de alguien que había atrapado una y se había hecho de poderes sorprendentes; no se sabía dónde estaba ni cuando sucedió, pero eso es lo que se rumoraba en el pueblo. Esa persona hasta se hace invisible, y no le extrañe mi niña que la tengamos al lado presenciando nuestra conversa. ¡Huy abuela! ¡Zape gato!

En la tertulia con mi maestra, ella misma me comentó que eso que yo le señalaba, se llamaba horizonte, y que quedaba muy lejos. A mí eso no me cabía en la cabeza; para mí, el horizonte estaba muy cerquita, así que decidí intentar visitarlo de nuevo. Averigüé los días que el andariego “Chente cabeza caliente” no pasaría por el sendero y emprendí otra vez la caminata. Ahora, sí llegué donde quería, a la verdosa arboleda llena de pajaritos y cotorras revoloteando entre la enramada. Pero, ¡qué sorpresa!, cuando estuve a punto de alcanzar el horizonte, éste se corrió hacia un lugar un poco más distante. Un gran cerro verde salpicado de azul, jugueteaba con el lejano cielo.  Ese sitio me pareció tan inalcanzable que tuve que tomar una decisión. Decirle a mi nona que me llevara donde vivía el horizonte. No terminé de decir esa frase cuando me dijo, “qué horizonte ni que horizonte, vaya y le echa estos granos de maíz a las gallinas y los patos, y se me pone hacer las planas que le mandaron, mire que la letra la tiene como las curvas del camino”.

Ahora sí sentía que el horizonte se me alejaba aún más, pero mi idea no terminó ahí.  Escuché en la noche que mi papá iba al pueblo a realizar el mercado de la semana, y como sabía que por su ruta se ubicaba mi horizonte, hice gala de mi zalamería para que me llevara de compañía. Así fue. Muy tempranito andaba montaba en mi mula Ruperta, al lado de mi taita, rumbo al encuentro con mi anhelado horizonte. Ahora sí era verdad que no se me escaparía, entendí que era juguetón, que le gustaba esconderse, moverse y colocarse a lo lejos, que después de la alta arboleda se trasladaría hasta el inmenso cerro que se divisaba a lo lejos. Y así pasó, se movió cuando estuve muy cerca de él. Pero no me importó, lo dejé para el próximo encuentro que pronto iba a ocurrir. La emoción crecía a medida que me acercaba al cerro donde estaba segura que iba a tocar el horizonte y que vería bien definida la línea donde se saluda con el cielo. Habíamos subido mucho en las mulas y estábamos muy cerca de la cima del monte, sólo faltaba un tantico no más, y se desplegaría lo que desde tantos días anhelaba. Pensé entonces que no le haría más preguntas impertinentes a la maestra, que ya mi nona no me reprocharía más mis fastidiosos inventos, que Carlitos dejaría de mofarse mío en plena clase de geografía por mis inquietudes sobre el fulano horizonte, que al fin podría alcanzar las estrellas y agarrar una fugaz. Sí, y que de ahora en adelante les podría narrar mis propias experiencias vividas con el horizonte. Terminamos de llegar a la cima de la montaña donde hicimos un alto para que papá se tomara una guarapita en la bodega del camino y las tres mulas recibieran su merecido descanso. Entonces papá me dijo: “Venga mi niña, vamos a contemplar lo que el señor le tiene preparado a lo largo de su hermosa vida”. Cuando pensé que al fin se iban a cumplir mis sueños, quedé sorprendida con la inmensidad de llanura que se extendía hacia el lado oeste del espacio, y caí en cuenta que el horizonte se había trasladado hacia un lugar casi inalcanzable para mí. Quedé petrificada, las palabras no me salían y los ojos se me aguaraparon; la vista se me fue solita hasta los confines de su grandeza. Adiós mi horizonte, pensé. Sin embargo, rápidamente me repuse con el vaso de chicha que me dio mi taita y me dije para mis adentros: ¡En algún momento te alcanzaré!   

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