El Escalante
Cada vez que, desde los puentes de Santa Bárbara atisbo al Escalante, mi memoria se embelesa en los recuerdos. La inmediatez de sus orillas con mi rancho me estampó su encanto al compás del diario cruce rumbo a las aulas del liceo. Y vienen por mí sus ocres aguas horizontales, tranquilas y silentes en reclamo del chapuzón y el “clavao” desde la orilla de la mata de lara de la Glorieta, que ofertaba su ramaje, tal cuerda o trampolín, para las peripecias infantiles. Cada muchacho de entonces tenía su orilla preferida en la franja beige del río, para contemplar la estela triangular ondulante formada en su lecho y la llegada de sus vaivenes a la rivera, cada vez que lo transitaban las canoas lecheras rumbo a la Indulac. Cada quién tenía su sitio de lanzamiento durante la aventura de alcanzar la orilla opuesta y retornar a nado sincronizado con la última bocanada de aire. Otras veces, se usaba como estación de lanzamiento del anzuelo repleto de nata desechada de la fábrica láctea en búsqueda del bagre, el pámpano o el paletón de la cena. Muchos barcos de papel sucumbieron en sus aguas al tratar de cruzar su cauce; desconozco cuántos volantines hundieron sus recados antes de alcanzar la orilla de San Carlos, no contabilicé tras cuántos rebotes las lajas danzarinas se sumergían en sus aguas. Sí contemplé, cómo muchos discos metálicos de los potes de leche de la Indulac, cual platillos volantes, lograban franquear su anchura y alcanzar la orilla opuesta. También presencié, cómo Pajarito traspasaba sus barreras a nado limpio sin cansarse.
A
nuestra edad, aún sin la cultura de la distancia, el tiempo y los riesgos de
sus aguas, sus espacios eran imanes de intenso campo para la aventura en sus
alrededores. Unos se apostaban en el Malecón, otros en el Puente. Había un
grupo asiduo a la Piedra de la Indulac, al lado de la fábrica. Los de la calle
Libertad, al “otro lado” del río,
disponían de sus riveras con sólo traspasar la puerta del solar de la casa al
mínimo descuido de la mamá o la abuela. El Escalante tenía sus encantos, pero
también sus peligros; algunos desafortunados no resistieron sus traicioneras
aguas y tuvieron que ser recuperados por El Negro Juan, experto en sacar
cuerpos del infortunio tras la segunda zambullida.
Siempre tuve respeto por sus turbias
aguas; fueron tres sumergidas sin perder la orilla. A mis doce años era difícil
ausentarse de la vista de Mamá. Jamás sus aguas me sustentaron para el nado con
soltura; el temor siempre impidió adentrarme en la aventura de aguas adentro.
La
magia del Escalante encantó nuestra serena infancia pueblerina en época de su
cauce natural. ¡Cómo nos recrearon sus canoas y piraguas! ¡Cómo dejaron sus
aguas hermosos recuerdos imperecederos en la muchachada de entonces! El Escalante
fue el espacio ofrecido por nuestra madre natura para compensar la carencia del
parque infantil del pueblo; aunque, de haber existido, estoy seguro que no
hubiera sido el talismán contra el embrujo causado por la cinemática de sus
aguas en su cauce serpentino tras la búsqueda de la inmensurable cuenca
lacustre. Sus aguas jamás pasaron desapercibidas por sus infantes; cada gota
salpicada por sus bagres y marianas incitaban su contemplación desde el Malecón
o su Puente de Hierro; cada piedra liberada desde los puentes para probar por
enésima vez la infalible gravedad, despertaba sus ondulaciones circulares. Cada
tránsito y atraco de piraguas era un festín de recibimiento y de llorosas despedidas
en el malecón de la Marina. Cada pitazo de partida lo acompañaba el “Dios los lleve con bien” de mi querida
Madre.
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