Los juguetes
El tubo reemplazó mis columpios de Mene Grande. Aprendí a caminar descalzo en su lomo para minimizar las caídas; me di cuenta de la necesidad de levantar ambos brazos en cruz para lograr y conservar el equilibrio. Elogiaba con asombro las peripecias de mi amigo Guillermo “Pajarito” Morales, experto en encaramarse de un salto, para caminar y correr por el tubo como el mejor malabarista de circo. Fue necesario la práctica mesurada en su parte baja para adquirir cierta destreza y la confianza necesaria para aventurarme luego en alcanzar y traspasar el sector más profundo del cenagal, hasta llegar cerca de la fábrica láctea Indulac. En esa época eran contados los bombillos que iluminaban la calle. El Señor Guillo, vecino del frente, nos surtía de electricidad en calidad de alquiler para iluminar el interior del rancho con un solo bombillo, con la condición de apagarlo temprano; además, el presupuesto de papá no daba para pagar otros más. El resto de vecinos hacía lo mismo. En consecuencia, la calle El Tubo muy temprano quedaba en tinieblas y me servía para el deleite del cielo nocturno del pueblo; me acostaba boca arriba sobre el tubo y así permanecía largos ratos contemplando las incrustaciones titilantes de la oscura bóveda de allá arriba, mientras las contrastaba con la infinitud de lucecitas intermitentes en el fondo del montarascal. Quizás esto definió en parte mi profesión futura.
No tuve juguetes comerciales. Sin embargo, como el
juego era parte fundamental de mi existencia de infante, algunos tuve que
diseñarlos y construirlos a mi manera. Así que, los potes vacíos de leche Reina
del Campo con sus respectivas tapas, constituyeron mis primeros equipos de
juego; los rellenaba de arena, metía un alambre galvanizado por orificios
perforado en el centro de la base y la tapa, y los arrastraba con una cabuya
por los caminitos que previamente había hecho en el patio del rancho; también
los conectaba entre sí con alambres hasta formar baterías de tres o cuatro y
los arrastraba por los senderos prediseñados. Para facilitar el rodamiento les
colocaba arena en el interior para hacerlos más pesado. Así podían rozar mejor en
el piso y rodar con facilidad sin deslizamiento. También ponía en el enlosado
del rancho, varios potes acostados en fila, uno paralelo al otro, y les
colocaba encima una tabla larga; luego, me montaba y a punta de empujones con los
brazos lograba desplazarme.
Una navidad
hice un agujero en la base de un pote de leche, coloqué en el fondo un poquito
de carburo para madurar plátanos, le lancé un escupitajo de saliva y
cerré rápidamente el pote. Cuando acerqué al orificio del pote un fósforo
encendido, amarrado en el extremo de una vara larga para no quemarme, el
retumbe de la explosión fue equivalente a un triquitraque cuando el hidrógeno
desprendido de la reacción entró en combustión con la llama. Mamá al darse
cuenta de mi primer experimento de química, me prohibió repetirlo. El cañón
elaborado con el tanque metálico vacío de tinta del bolígrafo Paper Mate, me
permitió enfrentar los batallones de soldaditos de plásticos que venían en las
cajas de jabón Ace o Fab. Para tal fin, retiraba el tapón plástico del repuesto,
le colocaba varias cabezas de fósforo en su interior y lo taponeaba con un taco
de papel; al colocar un fósforo encendido sobre el extremo de la punta, provocaba
la ignición y el subsiguiente disparo del proyectil.
Por igual, las
tapas de los potes de leche sirvieron de ruedas a mis primeros carritos hechos
con tablas del basurero de la fábrica Indulac. Las tapas metálicas de las latas
de mantequilla con forma de perfecto disco, circulares y planas, que desechaban
todos los días en el basurero, se convirtieron también en elementos del juego
de lanzamientos de platillos volantes; en tal sentido, se le hacían dos suaves
dobleces con las manos para preparar su aerodinámica antes de lanzarlas por los
aires; al arrojarla horizontalmente imprimiéndole un fuerte giro, el reto era
lograr que planeara con vuelo horizontal para alcanzar grandes desplazamientos
curvos por encima del cenagal, y cuando íbamos a la orilla del río, que
traspasara su anchura y llegara a la orilla opuesta. Asimismo, las usábamos
como reflectores de la luz solar en pleno mediodía para enviar pulsos de
señales luminosas de un sitio a otro, aprovechando sus superficies metálicas
especulares. No faltaron las desagradables cortaduras en los dedos con sus
afilados bordes.
El rin de bicicleta rodando sobre el piso bajo la
batuta de la varita de guayabo para garantizar su equilibrio, formó parte de
nuestras competencias en la calle El Tubo, al igual que los runches de chapas
de refrescos con bordes afilados para el corte efectivo durante las contiendas
o los cien ensartes consecutivos con emboques o perinolas de madera; no nos faltó,
el carrito de cuerda hecho con carreto
de madera, liga elástica y el taco de vela de alumbrar, ascendiendo por
senderos infranqueables del imaginario infantil; tampoco, la potencia elástica
de la honda con la horqueta de palo de limonero y caucho de tripa de bicicleta,
para revolotear con piedras las bandadas guainies o zamuritos por
los camellones de los caseríos y los terrenos baldíos, aledaños al pueblo.
La actividad de coleccionar objetos, por igual nos entretuvo en nuestras infancias. Cuando apareció la moda de coleccionar papel de cajetilla de cigarros de diferentes marcas, éstas desaparecieron de las calles del pueblo y no se conseguían “ni pa` remedio”. Se desdoblaba la cajetilla y se extendía con cuidado para alisarla con la mano; luego se le hacía un pequeño doblez a lo largo por ambos lados, se plegaba por la mitad y se agrupaba con la paca de la incipiente o ya robusta colección. La forma de conseguirlas era a través del intercambio con otros muchachos, mediante las apuestas en los juegos de carta, trompo y metra, o gracias a la generosa donación de un conocido fumador de quien se estaba pendiente hasta que soltara la caja vacía; durante la espera era común la pregunta “¿Cuántos te faltan?, vai chico, apurále, fumátelos”. El común, de menor valor, era el Fortuna y el más cotizado el Vicerroy y el Camel.
El juego de metras, trompos y volantines, asimismo,
estuvo presente en mis entretenimientos infantiles. Las metras con todas sus
modalidades y variantes del redondel de la troya me enfrentaron con los
procesos de conservación de energía y cantidad de movimiento en choques
mecánicos. Pude apreciar los choques frontales entre dos metras iguales y cómo
la quieta salía disparada y la móvil se quedaba clavada en el mismo sitio de la
primera, con transferencia total de energía y momento de una a la otra; cómo,
dependiendo del ángulo de choque, se podían sacar simultáneamente dos de la
troya. Aprendí a escoger el mate, completamente esférico y adecuado para
jugadas precisas y efectivas, a jugar uñita con el pulgar montado en el
índice y los demás dedos extendidos en la arena en función de soporte y guía,
dispuestos a propinar un fuerte disparo con el índice, avalado en la tensión
elástica infantil que permitían los tendones de los dedos, o a utilizar la
técnica del chopo para darle mayor impulso con el pulgar montado en el
índice, con los nudos de los dedos hacia abajo, apoyados o no en el piso, a
lanzarla a la raya o la troya con retruque, dándole un fuerte giro con
los dedos para que cayera cerca del círculo; a reconocer las irregularidades,
desniveles y sectores curvos y planos del terreno donde jugábamos para predecir
la trayectoria, el recorrido y la detención de la metra en el sitio requerido,
a tolerar el incremento de la fricción en la superficie de la metra por la
humedad del terreno en tiempo lluvioso, y añorar la mejor cancha arenosa de la
calle cuando la mamá de Enga nos corría de su frente, cansada de la
algarabía infantil. En una de tales exhibiciones e intercambios de habilidades
con las pequeñas esféricas, una penetró por la tronera en la planta de suela de
la alpargata raída que calzaba para tales faenas infantiles; no sé, sí por
inocencia o picardía, pero adentro se quedó y del ruedo desapareció. Varias
veces puse en práctica esta artimaña cuando estaba quedando rupiao, hasta que se dieron cuentas mis
compañeros de juego y por un tiempo me impidieron compartir con ellos. En una
oportunidad presencié cómo Argenis, uno de los jugadores eventuales más
experimentados, de fuertes manos con pulgares fortalecidos con el trabajo de
albañilería, de un solo chopazo partió una metra en dos. La noticia
corrió por la calle El Tubo y a partir de tan inesperado y sorpresivo evento,
ninguno de nosotros se quería exponer a perder su mate con tal fenómeno de las
metras. Jugando, logré coleccionar medio pote grande de leche Reina del Campo
con metras de vidrio con vistosas hojuelas incrustadas; de balines de rolineras
de los artilugios mecánicos que botaban en el basurero de la Indulac, y que
dependiendo del tamaño eran equivalentes a cinco o diez metras normales y
nuevas; de bolones de cristal, con equivalencia de cinco o dos de las pequeñas
dependiendo de si estaban reluciente, porosos o con rayones. El medio pote no
me duró mucho porque el desacato de una obligación por el juego, hizo que Mamá
lo lanzara al barrial del solar vecino donde era imposible rescatarlas. Durante
varios días, múltiples gotas esféricas de cristal brotando y danzando sobre la
ciénaga adornaron mis sueños. Me
visualizaba ingeniando infructuosas formas de desenterrarlas del lodazal.
El trompo de madera secundaba como pasatiempo en la
calle El Tubo durante la temporada de Semana Santa. Como dispositivo lúdico
llamó siempre mi atención, era mágico su funcionamiento; sin dar vuelta era
imposible mantenerlo erguido, vertical; bastaba ponerlo a girar rápido con el
cordel para verlo parado sobre la punta, que zumbara como un cigarrón, que se
deslizara por el piso dejándolo marcado con trazas de su danzar sobre la arena,
y poco a poco disminuyera su velocidad hasta cabecear y caer. En cierta
oportunidad intenté fabricar uno con un trozo de madera pero fue improductivo
mi trabajo, no bailó. Desconocía un principio de simetría axial que se debía
respetar para impedir su corcoveo: la masa debería estar uniformemente
distribuida alrededor de su eje para darle el adecuado balanceo, como se hace
con las ruedas de los carros; es decir, se requería de madera lo más homogénea
posible. Mucho después me enteré de cómo funciona; parado verticalmente sobre
su punta en el piso sin girar, está sometido a dos fuerzas equilibradas: una,
su propio peso y la otra la reacción del piso sobre la púa; en esta condición
su propio peso lo tumba por el torque que le aplica. Pero, parado, girando,
tiene algo que los físicos llaman momento angular y que lo mantiene en tal
estado mecánico; a medida que rota, el roce con el aire y el de la punta con el
suelo disminuye su velocidad y momento angular; es cuando entonces se hace
apreciable la variación del momento angular y el torque de su propio peso lo
hace cabecear, es decir, precesar hasta caer. Del baile del tropo dominé
lo más elemental acorde a mi edad, pero presencié cómo otros amigos lo
agarraban bailando en el aire con la palma de la mano y lo pasaban a la uña del
pulgar, o pasando el cordel doblado alrededor de su punta le daban un impulso
hacia arriba para agarrarlo en el aire y posarlo con elegancia en la palma de
la mano. Durante las competencias perdí varios trompos, recuerdo uno recién
comprado para las vacaciones de sexto grado, que con otro de punta larga bien
afilada usado para esas lidias, de un preciso clavao, lo transformaron en dos
tapas y me mandaron a la banca de los mirones durante la temporada. Por los
cuentos de historieta del simpático, travieso y noble negrito mexicano Memín
Pinguín me enteré que también le decían peonza y a las metras, canicas.
Como de costumbre, al culminar el periodo escolar los
multicolores y vivaces volantines surcaban los cielos del pueblo, desafiando la
altura del tubo de la Indulac para anunciar el descanso vacacional. El ingenio
infantil aseguraba la sana diversión con los materiales más cotidianos para
construir tales artilugios aerodinámico; la caña brava y la palma real de
techar casas eran la materia prima de las varillas de la estructura, el papel
periódico o de envolver alimentos en los gatos
reemplazaban al papel seda, la miel de la pepa de caujaro al pegamento
de almidón; eran imprescindible, el rabo de trapo viejo para el equilibrio y el
noble hilo Elefante número ocho por su probada fortaleza en soportar fuertes
ventiscas. En caso de extrema carencia o por el simple apremio, una singular
hoja de papel doblada a lo largo de los bordes con su frenillo en v, del
cuaderno que se dejó de usar ese año escolar, igualmente ascendía los cielos
bajo la mirada atónita de la muchachada. También hice mis propios volantines
con todos esos materiales, papel seda y engrudo de almidón. Adquirí cierta
destreza en el manejo de su clásica geometría hexagonal y romboidea al amarrar
las dos varillas cruzadas en cruz de San Andrés, más el tercer travesaño
horizontal para agregar dos puntas adicionales hasta formar la figura hexagonal;
requería de un buen amarre central que asegurara bien las tres varillas para
luego lanzar hilos desde las puntas y formar los lados; al cubrir la
estructura, era imprescindible cortar y pegar el papel con engrudo o caujaro
fresco recién tomado de la mata, sobre el piso de cemento para que no se
ensuciara, dejarlo secar al sol una hora para deshidratar el pegamento y
disminuir su peso, tender el frenillo con dos hilos desde las puntas superiores
y otro desde el centro para amarrarlos luego, simétricamente y colocar un hilo
en v para el soporte del rabo de tela vieja liviana en la parte inferior. Al
final, cruzar los dedos para que el viento soplando se mantuviera y levantar
pudiera tan alto como el hilo diera, la obra producto de la destreza infantil de
ese hermoso e inolvidable día. No era conveniente elevarlo corriendo porque se ponía correlón y aunque el viento
fuera intenso, después no ascendía, argumentaban los muchachos. Había que
esperar una brisa fuerte para verlo ascender con prontitud, instante cuando el
volantín cobraba vida propia y se quería independizar de su dueño, pedía hilo y
había que soltárselo poco a poco para que ascendiera más y más a los altos
cielos, pretendía penetrar en las blancas nubes para sentir sus húmedas gotas
cristalinas pero los hilos no alcanzaban, se podía observar su incesante
jugueteo con la brisa y sentir sus ráfagas con los golpes de tensión del hilo
sobre la mano, había que domarlo con precisos movimientos del brazo y
comandarlo hacia donde uno quería que se posicionara. Ya en lo alto, impulsado
por el viento, se podían enviar mensajes portadores del secreto del deseo de
ese día, con arandelas de papel a lo largo del hilo, o poner a prueba la cola
con su carga de medias hojillas de afeitar para guerrear con otros preparados
para las mismas lidias. Al menguar el viento, empezaba la recogida rápida del
hilo antes de que cayera por su propio peso; algunas veces no daba tiempo de
enrollarlo en su carreto y se formaba la indescifrable enredina con
nudos por doquier, si no se sabía distribuir apropiadamente a medida que caía
al piso; en cuyo caso el corte y el posterior amarre era la mejor solución para
recuperarlo. Al bajarlo, quedaba la satisfacción de haber construido, elevado y
sorteado las dificultades del viento y la esperanza de un nuevo amanecer para
emprender otra vez la faena y superar los retos pendientes del día anterior.
Algunas veces, el hilo no soportaba la tensión generada por las fuertes ráfagas
del viento y cedía; más temprano que tarde, se emprendía el correteo de la
muchachada con la vista levantada para precisar su caída a varias calles de la
nuestra, rogando que no quedara ensartado en la rama de un árbol, cable de
electricidad o que otro pequeño lo recogiera primero y resguardara en su
colección privada.
En Carorita presencié y disfruté de los volantines
construidos por Pedrito; no eran las tradicionales figuras planas del diamante
y el hexágono, sino sólidos geométricos tridimensionales sin rabos, con mucha
estabilidad y de construcción más laboriosa; me correspondía sostenerlo
mientras él lo elevaba con soltura y precisión de “volantinero” experimentado.
Con tales diseños ya mostraba su gusto por el dibujo y el dominio del
espacio. Nunca los pude construir en la
calle El Tubo.
Con seguridad, el porqué del vuelo de los volantines
estuvo rondando nuestras inquietas mentes infantiles. Hoy podemos afirmar que
el volantín vuela gracias al impulso del viento al golpear su superficie. El
aire al incidir en el borde superior de ataque se divide en dos: una parte se
mueve por la superficie superior con mayor velocidad y otra por la inferior más
lentamente; el decir de los físicos es que “mientras
mayor sea la velocidad, menor es la presión que ejerce el aire en movimiento
sobre la superficie”; en consecuencia, la presión por arriba es menor que
por debajo y aparece una fuerza ascensional que lo empuja hacia arriba
superando bastante en magnitud al peso. Se requiere de otra fuerza que lo
sostenga, ésta la ejerce el hilo con la tensión. No obstante, si el volantín
carece de estabilidad no vuela; ésta se logra con el adecuado posicionamiento
del frenillo y el rabo, en caso de que lo tenga.
Sin saberlo, estos juguetes me iniciaron en el mundo
de la ciencia. Es indudable, cómo la experimentación desde los primeros años de
infancia y la construcción de conocimiento significativo mediante el
autoaprendizaje, logra definir vocaciones.
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