viernes, 13 de agosto de 2021

Los juguetes

Los juguetes

El tubo reemplazó mis columpios de Mene Grande. Aprendí a caminar descalzo en su lomo para minimizar las caídas; me di cuenta de la necesidad de levantar ambos brazos en cruz para lograr y conservar el equilibrio. Elogiaba con asombro las peripecias de mi amigo Guillermo “Pajarito” Morales, experto en encaramarse de un salto, para caminar y correr por el tubo como el mejor malabarista de circo. Fue necesario la práctica mesurada en su parte baja para adquirir cierta destreza y la confianza necesaria para aventurarme luego en alcanzar y traspasar el sector más profundo del cenagal, hasta llegar cerca de la fábrica láctea Indulac. En esa época eran contados los bombillos que iluminaban la calle. El Señor Guillo, vecino del frente, nos surtía de electricidad en calidad de alquiler para iluminar el interior del rancho con un solo bombillo, con la condición de apagarlo temprano; además, el presupuesto de papá no daba para pagar otros más. El resto de vecinos hacía lo mismo. En consecuencia, la calle El Tubo muy temprano quedaba en tinieblas y me servía para el deleite del cielo nocturno del pueblo; me acostaba boca arriba sobre el tubo y así permanecía largos ratos contemplando las incrustaciones titilantes de la oscura bóveda de allá arriba, mientras las contrastaba con la infinitud de lucecitas intermitentes en el fondo del montarascal. Quizás esto definió en parte mi profesión futura.

No tuve juguetes comerciales. Sin embargo, como el juego era parte fundamental de mi existencia de infante, algunos tuve que diseñarlos y construirlos a mi manera. Así que, los potes vacíos de leche Reina del Campo con sus respectivas tapas, constituyeron mis primeros equipos de juego; los rellenaba de arena, metía un alambre galvanizado por orificios perforado en el centro de la base y la tapa, y los arrastraba con una cabuya por los caminitos que previamente había hecho en el patio del rancho; también los conectaba entre sí con alambres hasta formar baterías de tres o cuatro y los arrastraba por los senderos prediseñados. Para facilitar el rodamiento les colocaba arena en el interior para hacerlos más pesado. Así podían rozar mejor en el piso y rodar con facilidad sin deslizamiento. También ponía en el enlosado del rancho, varios potes acostados en fila, uno paralelo al otro, y les colocaba encima una tabla larga; luego, me montaba y a punta de empujones con los brazos lograba desplazarme.

 Una navidad hice un agujero en la base de un pote de leche, coloqué en el fondo un poquito de carburo para madurar plátanos, le lancé un escupitajo de saliva y cerré rápidamente el pote. Cuando acerqué al orificio del pote un fósforo encendido, amarrado en el extremo de una vara larga para no quemarme, el retumbe de la explosión fue equivalente a un triquitraque cuando el hidrógeno desprendido de la reacción entró en combustión con la llama. Mamá al darse cuenta de mi primer experimento de química, me prohibió repetirlo. El cañón elaborado con el tanque metálico vacío de tinta del bolígrafo Paper Mate, me permitió enfrentar los batallones de soldaditos de plásticos que venían en las cajas de jabón Ace o Fab. Para tal fin, retiraba el tapón plástico del repuesto, le colocaba varias cabezas de fósforo en su interior y lo taponeaba con un taco de papel; al colocar un fósforo encendido sobre el extremo de la punta, provocaba la ignición y el subsiguiente disparo del proyectil.   

            Por igual, las tapas de los potes de leche sirvieron de ruedas a mis primeros carritos hechos con tablas del basurero de la fábrica Indulac. Las tapas metálicas de las latas de mantequilla con forma de perfecto disco, circulares y planas, que desechaban todos los días en el basurero, se convirtieron también en elementos del juego de lanzamientos de platillos volantes; en tal sentido, se le hacían dos suaves dobleces con las manos para preparar su aerodinámica antes de lanzarlas por los aires; al arrojarla horizontalmente imprimiéndole un fuerte giro, el reto era lograr que planeara con vuelo horizontal para alcanzar grandes desplazamientos curvos por encima del cenagal, y cuando íbamos a la orilla del río, que traspasara su anchura y llegara a la orilla opuesta. Asimismo, las usábamos como reflectores de la luz solar en pleno mediodía para enviar pulsos de señales luminosas de un sitio a otro, aprovechando sus superficies metálicas especulares. No faltaron las desagradables cortaduras en los dedos con sus afilados bordes.

El rin de bicicleta rodando sobre el piso bajo la batuta de la varita de guayabo para garantizar su equilibrio, formó parte de nuestras competencias en la calle El Tubo, al igual que los runches de chapas de refrescos con bordes afilados para el corte efectivo durante las contiendas o los cien ensartes consecutivos con emboques o perinolas de madera; no nos faltó, el carrito de cuerda hecho con carreto de madera, liga elástica y el taco de vela de alumbrar, ascendiendo por senderos infranqueables del imaginario infantil; tampoco, la potencia elástica de la honda con la horqueta de palo de limonero y caucho de tripa de bicicleta, para revolotear con piedras las bandadas guainies o zamuritos por los camellones de los caseríos y los terrenos baldíos, aledaños al pueblo.


La actividad de coleccionar objetos, por igual nos entretuvo en nuestras infancias. Cuando apareció la moda de coleccionar papel de cajetilla de cigarros de diferentes marcas, éstas desaparecieron de las calles del pueblo y no se conseguían “ni pa` remedio”. Se desdoblaba la cajetilla y se extendía con cuidado para alisarla con la mano; luego se le hacía un pequeño doblez a lo largo por ambos lados, se plegaba por la mitad y se agrupaba con la paca de la incipiente o ya robusta colección. La forma de conseguirlas era a través del intercambio con otros muchachos, mediante las apuestas en los juegos de carta, trompo y metra, o gracias a la generosa donación de un conocido fumador de quien se estaba pendiente hasta que soltara la caja vacía; durante la espera era común la pregunta “¿Cuántos te faltan?, vai chico, apurále, fumátelos”. El común, de menor valor, era el Fortuna y el más cotizado el Vicerroy y el Camel.

Cajetillas de cigarro de la época

El juego de metras, trompos y volantines, asimismo, estuvo presente en mis entretenimientos infantiles. Las metras con todas sus modalidades y variantes del redondel de la troya me enfrentaron con los procesos de conservación de energía y cantidad de movimiento en choques mecánicos. Pude apreciar los choques frontales entre dos metras iguales y cómo la quieta salía disparada y la móvil se quedaba clavada en el mismo sitio de la primera, con transferencia total de energía y momento de una a la otra; cómo, dependiendo del ángulo de choque, se podían sacar simultáneamente dos de la troya. Aprendí a escoger el mate, completamente esférico y adecuado para jugadas precisas y efectivas, a jugar uñita con el pulgar montado en el índice y los demás dedos extendidos en la arena en función de soporte y guía, dispuestos a propinar un fuerte disparo con el índice, avalado en la tensión elástica infantil que permitían los tendones de los dedos, o a utilizar la técnica del chopo para darle mayor impulso con el pulgar montado en el índice, con los nudos de los dedos hacia abajo, apoyados o no en el piso, a lanzarla a la raya o la troya con retruque, dándole un fuerte giro con los dedos para que cayera cerca del círculo; a reconocer las irregularidades, desniveles y sectores curvos y planos del terreno donde jugábamos para predecir la trayectoria, el recorrido y la detención de la metra en el sitio requerido, a tolerar el incremento de la fricción en la superficie de la metra por la humedad del terreno en tiempo lluvioso, y añorar la mejor cancha arenosa de la calle cuando la mamá de Enga nos corría de su frente, cansada de la algarabía infantil. En una de tales exhibiciones e intercambios de habilidades con las pequeñas esféricas, una penetró por la tronera en la planta de suela de la alpargata raída que calzaba para tales faenas infantiles; no sé, sí por inocencia o picardía, pero adentro se quedó y del ruedo desapareció. Varias veces puse en práctica esta artimaña cuando estaba quedando rupiao, hasta que se dieron cuentas mis compañeros de juego y por un tiempo me impidieron compartir con ellos. En una oportunidad presencié cómo Argenis, uno de los jugadores eventuales más experimentados, de fuertes manos con pulgares fortalecidos con el trabajo de albañilería, de un solo chopazo partió una metra en dos. La noticia corrió por la calle El Tubo y a partir de tan inesperado y sorpresivo evento, ninguno de nosotros se quería exponer a perder su mate con tal fenómeno de las metras. Jugando, logré coleccionar medio pote grande de leche Reina del Campo con metras de vidrio con vistosas hojuelas incrustadas; de balines de rolineras de los artilugios mecánicos que botaban en el basurero de la Indulac, y que dependiendo del tamaño eran equivalentes a cinco o diez metras normales y nuevas; de bolones de cristal, con equivalencia de cinco o dos de las pequeñas dependiendo de si estaban reluciente, porosos o con rayones. El medio pote no me duró mucho porque el desacato de una obligación por el juego, hizo que Mamá lo lanzara al barrial del solar vecino donde era imposible rescatarlas. Durante varios días, múltiples gotas esféricas de cristal brotando y danzando sobre la ciénaga  adornaron mis sueños. Me visualizaba ingeniando infructuosas formas de desenterrarlas del lodazal.

El trompo de madera secundaba como pasatiempo en la calle El Tubo durante la temporada de Semana Santa. Como dispositivo lúdico llamó siempre mi atención, era mágico su funcionamiento; sin dar vuelta era imposible mantenerlo erguido, vertical; bastaba ponerlo a girar rápido con el cordel para verlo parado sobre la punta, que zumbara como un cigarrón, que se deslizara por el piso dejándolo marcado con trazas de su danzar sobre la arena, y poco a poco disminuyera su velocidad hasta cabecear y caer. En cierta oportunidad intenté fabricar uno con un trozo de madera pero fue improductivo mi trabajo, no bailó. Desconocía un principio de simetría axial que se debía respetar para impedir su corcoveo: la masa debería estar uniformemente distribuida alrededor de su eje para darle el adecuado balanceo, como se hace con las ruedas de los carros; es decir, se requería de madera lo más homogénea posible. Mucho después me enteré de cómo funciona; parado verticalmente sobre su punta en el piso sin girar, está sometido a dos fuerzas equilibradas: una, su propio peso y la otra la reacción del piso sobre la púa; en esta condición su propio peso lo tumba por el torque que le aplica. Pero, parado, girando, tiene algo que los físicos llaman momento angular y que lo mantiene en tal estado mecánico; a medida que rota, el roce con el aire y el de la punta con el suelo disminuye su velocidad y momento angular; es cuando entonces se hace apreciable la variación del momento angular y el torque de su propio peso lo hace cabecear, es decir, precesar hasta caer. Del baile del tropo dominé lo más elemental acorde a mi edad, pero presencié cómo otros amigos lo agarraban bailando en el aire con la palma de la mano y lo pasaban a la uña del pulgar, o pasando el cordel doblado alrededor de su punta le daban un impulso hacia arriba para agarrarlo en el aire y posarlo con elegancia en la palma de la mano. Durante las competencias perdí varios trompos, recuerdo uno recién comprado para las vacaciones de sexto grado, que con otro de punta larga bien afilada usado para esas lidias, de un preciso clavao, lo transformaron en dos tapas y me mandaron a la banca de los mirones durante la temporada. Por los cuentos de historieta del simpático, travieso y noble negrito mexicano Memín Pinguín me enteré que también le decían peonza y a las metras, canicas.

Como de costumbre, al culminar el periodo escolar los multicolores y vivaces volantines surcaban los cielos del pueblo, desafiando la altura del tubo de la Indulac para anunciar el descanso vacacional. El ingenio infantil aseguraba la sana diversión con los materiales más cotidianos para construir tales artilugios aerodinámico; la caña brava y la palma real de techar casas eran la materia prima de las varillas de la estructura, el papel periódico o de envolver alimentos en los gatos reemplazaban al papel seda, la miel de la pepa de caujaro al pegamento de almidón; eran imprescindible, el rabo de trapo viejo para el equilibrio y el noble hilo Elefante número ocho por su probada fortaleza en soportar fuertes ventiscas. En caso de extrema carencia o por el simple apremio, una singular hoja de papel doblada a lo largo de los bordes con su frenillo en v, del cuaderno que se dejó de usar ese año escolar, igualmente ascendía los cielos bajo la mirada atónita de la muchachada. También hice mis propios volantines con todos esos materiales, papel seda y engrudo de almidón. Adquirí cierta destreza en el manejo de su clásica geometría hexagonal y romboidea al amarrar las dos varillas cruzadas en cruz de San Andrés, más el tercer travesaño horizontal para agregar dos puntas adicionales hasta formar la figura hexagonal; requería de un buen amarre central que asegurara bien las tres varillas para luego lanzar hilos desde las puntas y formar los lados; al cubrir la estructura, era imprescindible cortar y pegar el papel con engrudo o caujaro fresco recién tomado de la mata, sobre el piso de cemento para que no se ensuciara, dejarlo secar al sol una hora para deshidratar el pegamento y disminuir su peso, tender el frenillo con dos hilos desde las puntas superiores y otro desde el centro para amarrarlos luego, simétricamente y colocar un hilo en v para el soporte del rabo de tela vieja liviana en la parte inferior. Al final, cruzar los dedos para que el viento soplando se mantuviera y levantar pudiera tan alto como el hilo diera, la obra producto de la destreza infantil de ese hermoso e inolvidable día. No era conveniente elevarlo corriendo porque se ponía correlón y aunque el viento fuera intenso, después no ascendía, argumentaban los muchachos. Había que esperar una brisa fuerte para verlo ascender con prontitud, instante cuando el volantín cobraba vida propia y se quería independizar de su dueño, pedía hilo y había que soltárselo poco a poco para que ascendiera más y más a los altos cielos, pretendía penetrar en las blancas nubes para sentir sus húmedas gotas cristalinas pero los hilos no alcanzaban, se podía observar su incesante jugueteo con la brisa y sentir sus ráfagas con los golpes de tensión del hilo sobre la mano, había que domarlo con precisos movimientos del brazo y comandarlo hacia donde uno quería que se posicionara. Ya en lo alto, impulsado por el viento, se podían enviar mensajes portadores del secreto del deseo de ese día, con arandelas de papel a lo largo del hilo, o poner a prueba la cola con su carga de medias hojillas de afeitar para guerrear con otros preparados para las mismas lidias. Al menguar el viento, empezaba la recogida rápida del hilo antes de que cayera por su propio peso; algunas veces no daba tiempo de enrollarlo en su carreto y se formaba la indescifrable enredina con nudos por doquier, si no se sabía distribuir apropiadamente a medida que caía al piso; en cuyo caso el corte y el posterior amarre era la mejor solución para recuperarlo. Al bajarlo, quedaba la satisfacción de haber construido, elevado y sorteado las dificultades del viento y la esperanza de un nuevo amanecer para emprender otra vez la faena y superar los retos pendientes del día anterior. Algunas veces, el hilo no soportaba la tensión generada por las fuertes ráfagas del viento y cedía; más temprano que tarde, se emprendía el correteo de la muchachada con la vista levantada para precisar su caída a varias calles de la nuestra, rogando que no quedara ensartado en la rama de un árbol, cable de electricidad o que otro pequeño lo recogiera primero y resguardara en su colección privada.

En Carorita presencié y disfruté de los volantines construidos por Pedrito; no eran las tradicionales figuras planas del diamante y el hexágono, sino sólidos geométricos tridimensionales sin rabos, con mucha estabilidad y de construcción más laboriosa; me correspondía sostenerlo mientras él lo elevaba con soltura y precisión de “volantinero” experimentado. Con tales diseños ya mostraba su gusto por el dibujo y el dominio del espacio.  Nunca los pude construir en la calle El Tubo.

Con seguridad, el porqué del vuelo de los volantines estuvo rondando nuestras inquietas mentes infantiles. Hoy podemos afirmar que el volantín vuela gracias al impulso del viento al golpear su superficie. El aire al incidir en el borde superior de ataque se divide en dos: una parte se mueve por la superficie superior con mayor velocidad y otra por la inferior más lentamente; el decir de los físicos es que “mientras mayor sea la velocidad, menor es la presión que ejerce el aire en movimiento sobre la superficie”; en consecuencia, la presión por arriba es menor que por debajo y aparece una fuerza ascensional que lo empuja hacia arriba superando bastante en magnitud al peso. Se requiere de otra fuerza que lo sostenga, ésta la ejerce el hilo con la tensión. No obstante, si el volantín carece de estabilidad no vuela; ésta se logra con el adecuado posicionamiento del frenillo y el rabo, en caso de que lo tenga.

Sin saberlo, estos juguetes me iniciaron en el mundo de la ciencia. Es indudable, cómo la experimentación desde los primeros años de infancia y la construcción de conocimiento significativo mediante el autoaprendizaje, logra definir vocaciones.


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