El reloj
La regularidad del tictac que escuchó con claridad y persistencia llamó su atención. Lo llevó directo al viejo baúl que se guardaba con esmero debajo de la cama. Desconocía su interior y nunca se había atrevido a preguntar. Nadie de la casa mencionaba su existencia. Se hizo de maña y encontró la llave marcada con la herrumbre de tres generaciones que la habían sostenido alguna vez. Con sumo cuidado apartó la foto sepia de sus antepasados que lo estaba tapando, y tomó entre sus manos aquel redondel de opaco brillo metálico que supuso era la causa de la osadía emprendida. La sensación de frio que sintió entre sus manos lo conectó con los cuentos de su abuela y pensó dejarlo de una vez en el lugar de resguardo. Sin embargo, con esmero lo colocó sobre la vieja peinadora de cedro frente al espejo, que a pesar de lo transcurrido aún se atrevía a formar imágenes de objetos que le ponían al frente. ¡Mayúscula sorpresa!, los números se mostraban al revés. Tal visión, más los relatos escuchados sobre aquella habitación, le crisparon los pelos y decidió devolver el dispositivo a su lugar de origen. Lo hizo, y colocó la llave en la misma orientación que la encontró.
Se olvidó por un tiempo del incidente hasta que escuchó de boca de su maestro de escuela que: “Eso del tiempo es relativo, para unos pasa lento, para otros vuela”. Sentencia que, expresada con firmeza por aquella autoridad, lo remontó de inmediato al cuarto de la abuela cuando cumplía los siete años. Vino a su memoria el desfile de números romanos que trataban de escapar del espejo y al no lograrlo, se colocaron invertidos sobre el círculo del reloj. Fue cuando pensó que: “Sí los doce números se muestran al revés, también las agujas se deberían regresar”. De nuevo emprendió la tarea, con sigilo penetró en la habitación y apareció la joya familiar entre sus manos. Giró la mariposa de la cuerda y escuchó un fuerte repique de campana, había accionado la alarma del despertador y tuvo que taparlo con la colcha de la cama para ahogar su campaneo; giró la correspondiente a las horas y escuchó un traqueteo de cuerda reventada y por más que la giraba, no agarraba cuerda. Lo guardó de nuevo. ¿Cómo hacer para ponerlo a funcionar?, podía pedir ayuda al relojero del pueblo, pero iba a quedar al descubierto. Alguna vez escuchó de su boca preguntar por el antiguo reloj de doña Justa y alguien de la familia le comentó que el tiempo se fue con ella cuando las agujas se detuvieron en su momento de partida. Ideó un plan. Por las tardes, después de cumplir con las tareas encomendadas, se acercaba al taller del relojero y se quedaba mirando los engranajes desarmados. Hasta que le dijeron: “Muchachito, antes de que te salgan los ojitos volando por el aire, ponte a desarmar este aparato”. Y así aprendió el oficio de medir el tiempo en menos que canta un gallo.
Regresó a la habitación, desarmó y armó de nuevo el reloj, le dio cuerda y las agujas arrancaron del mismo sitio donde se habían quedado atascadas. El firme tictac se fue atenuando hasta que sólo él lo escuchaba. Ahora sí, se dijo. Lo puso al frente del espejo y el tiempo empezó a retroceder, no había duda, las agujas se movían al revés.
En la clase siguiente se atrevió a comentarle a su maestro que podía retroceder el tiempo y éste con un despliegue de autoridad inaudita comentó a los demás: “Y ahora en este pueblo y que apareció el controlador del tiempo”, y se le quedó mirando con tanta insistencia que su cara se le llenó de tristeza carmín, mientras que, con cada tictac que transcurría, las carcajadas volaban por la escuela. No se volvió hablar del asunto en el salón, pero se convirtió en el chico del tiempo. No lo llamaban así, pero usaban el índice y el pulgar extendidos en ángulo recto para señalarlo. Aunque, viéndolo bien, el incidente no trascendió tanto, porque el relojero se encargó de minimizar la acción al comentar: “Si no lo arregla Fabián, no lo arregla nadie”. Y de esta manera ganó respetabilidad en el pueblo.
Fabián sabía lo que hacía; siguió entrando y saliendo con sigilo de la habitación de la abuela.
Aquel domingo, como muchos otros, un par de aldeanos tal cual gemelos idénticos, veinteañeros, seguían deleitando al vecindario del sector con melodías de retreta, en plena plaza del pueblo de Torondoy. Uno era Fabián. Desde la acera opuesta, el par de ojos escrutadores de un enjuto personaje apoyado en un fuerte bastón, no daba crédito a lo que estaba presenciando.
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