miércoles, 4 de agosto de 2021

La Ceiba

 La Ceiba de El Moralito

Para Gabriel

En la ventana, la brisa bamboleaba la cinta verde lanceolada de la mata de coco que desenrollé del bolsillo para tal fin. Con eso me divertía un poco durante el corto viaje del Cuarenticinco al Moralito. Varía veces habíamos hecho el recorrido, sentados del mismo lado del autobús. También me entretenía con las ráfagas de arbustos y árboles cercanos que se perdían de mi vista en un relampaguear; con el movimiento acompasado de los más distantes, o con aquellos perezosos atados al lejano horizonte azulado. Me embelesaban las formas geométricas de sus copas, unas redonditas como las naranjas de mi patio, otras cónicas como el cucurucho de bijao que algunas veces me elaboraba para sentirme de mayor estatura. Me gustaban las jugadas al escondite que constantemente hacían a medida que el autobús avanzaba por la vía. Con el vaivén de mi manita los saludaba desde el inicio de mi viaje; parecía que los conocía desde siempre. Al verme, el alborozo se formaba; los cercanos enloquecían con el movimiento estrepitoso de sus ramajes y los aplausos escapados del golpeteo de las hojas; los distantes me seguían con las tenues

miradas tristes de sus difusas frondas. Eran mis amigos de aventura por la carretera negra; los otros, los de mi patio, los que se quedaban esperándome, eran tranquilos y sólo respondían a las caricias y rumores de los suaves vientos de la tarde. Me impresionaban éstos, por sus inquietos correteos por la vía, ¡cómo se alborotaban cuando me veían!, venían a mi encuentro unos, y me dejaban un fugaz saludo; otros, me pedían que atendiera sus fascinantes correrías por la inmensa sabana surlaguense. Unas veces eran brillocitos al mediodía, otras se teñían de un blanquecino difuso cuando se escondían tras la bruma matutina; habían días que cambiaban de color. En ocasiones, unos se vestían de amarillo pollito, mientras otros conservaban su ropaje verde de variado matiz. Al que vestía de sol dorado lo llamé Pollín, por mi mascota más reciente; al redondo, de fronda rasante con la hierba de la sabana lo llamé Nara, y así los bauticé con nombres conocidos para tratarlos con cariño y recordarlos con facilidad. Con cada parada del autobús, mis amigos de la sabana también se detenían y pegaban la carrera como locos al continuar la marcha; eso me gustaba y me entretenía. Y me cautivó la quietud asumida en las verdes sabanas y la movilidad que mostraban en la cinta infinita de la carretera. Desde entonces, me sedujo la magia escondida en los desplazamientos de mis inquietos compañeros vegetales a través de la vía; y el vuelo estático rasante del caricari y los trenes de garzas blancas levitando frente a la ventana del bus, me sumergió en las primeras inquietudes del comportamiento de los cuerpos en movimiento. Fue la experiencia más incipiente que tuve sobre la relatividad de las cosas que se mueven.

Mientras los minutos se difundían entre el inquieto paisaje, en segundo plano centraba mi atención en el gigante del camino que pronto vería aparecer. Tenía forma de pescuezo de garza blanca; largo, muy largo y estirado, delgado como el bejuco y alto como las nubes. Aunque se mantiene apostado en sigilo al lado derecho de la carretera, siempre se me acercaba con premura y se perdía entre el verdor de la sabana. Casi de inmediato Papá interrumpía mi ensimismamiento y me alertaba con: “estamos llegando”.

Ese árbol me sedujo por su porte magistral de gigante solitario, erguido al borde de la carretera negra. Por eso le pedía a Papá sentarnos a mano diestra del autobús para divisarlo con facilidad antes de llegar al caserío. Era la ceiba de El Moralito, la que nos indicaba que estábamos arribando a nuestro destino. La recuerdo mucho, porque Papá me decía que iba a crecer tanto como ella y que mi cabellera iba a ser así de frondosa con el tiempo. Entonces sentía que iba a ser gigante como la ceiba y con la mente lúcida de mi Papá. Con cada domingo que la divisaba, sentía que me estiraba más, más y más. Me compenetré tanto con la Ceiba de El Moralito que siempre esperaba la pregunta de Mamá al regresar a casa: ¿la viste? Sí y crecí, ¡míreme! Por eso me ponía el cucurucho de bijao para ser tan alto como la ceiba. Traté de encontrarme con una larguirucha más alta, pero no encontré a la redoma otra que la traspasara. Por supuesto que había, pero esa ceiba llenó tanto mi infancia de encanto y fascinación que al dejar el Cuarenticinco hacia Mene Grande, plasmé su imagen en la primera tarea de dibujo libre en mi escuela de primer grado.

Hoy me pregunto: ¿Desde cuándo eres Faro de El Moralito, ceiba de ceibas? ¿Cuántas estrellas fugaces más habrás enumerado desde aquellos días? ¿Cuánto medirá tu pescuezo de garza blanca aferrado a la sabana? ¿Cuántas hojas habrás esparcido al recto camino? ¿Cuántos chubascos de Santa Rosa habrán querido doblegarte? ¿Cuántos rayos y centellas te han desafiado? ¿Cuántos nidos de gavilán peregrino habrás albergado desde entonces? ¿Cuántos niños de El Moralito han crecido desde que eres lo que eres? ¿Cuántos vagones del tren de antaño pisaron tu informe sombra e irrumpieron en el silencio de tu brisa? y ¿Cuánto más seguirás jugando con las nubes, Ceiba de El Moralito?

 

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