La Ceiba de El Moralito
Para Gabriel
En la ventana, la brisa bamboleaba la cinta verde lanceolada de la mata de coco que desenrollé del bolsillo para tal fin. Con eso me divertía un poco durante el corto viaje del Cuarenticinco al Moralito. Varía veces habíamos hecho el recorrido, sentados del mismo lado del autobús. También me entretenía con las ráfagas de arbustos y árboles cercanos que se perdían de mi vista en un relampaguear; con el movimiento acompasado de los más distantes, o con aquellos perezosos atados al lejano horizonte azulado. Me embelesaban las formas geométricas de sus copas, unas redonditas como las naranjas de mi patio, otras cónicas como el cucurucho de bijao que algunas veces me elaboraba para sentirme de mayor estatura. Me gustaban las jugadas al escondite que constantemente hacían a medida que el autobús avanzaba por la vía. Con el vaivén de mi manita los saludaba desde el inicio de mi viaje; parecía que los conocía desde siempre. Al verme, el alborozo se formaba; los cercanos enloquecían con el movimiento estrepitoso de sus ramajes y los aplausos escapados del golpeteo de las hojas; los distantes me seguían con las tenues
Mientras los minutos se difundían entre el inquieto paisaje, en segundo plano centraba mi atención en el gigante del camino que pronto vería aparecer. Tenía forma de pescuezo de garza blanca; largo, muy largo y estirado, delgado como el bejuco y alto como las nubes. Aunque se mantiene apostado en sigilo al lado derecho de la carretera, siempre se me acercaba con premura y se perdía entre el verdor de la sabana. Casi de inmediato Papá interrumpía mi ensimismamiento y me alertaba con: “estamos llegando”.
Ese árbol me sedujo por su porte magistral de gigante solitario, erguido al borde de la carretera negra. Por eso le pedía a Papá sentarnos a mano diestra del autobús para divisarlo con facilidad antes de llegar al caserío. Era la ceiba de El Moralito, la que nos indicaba que estábamos arribando a nuestro destino. La recuerdo mucho, porque Papá me decía que iba a crecer tanto como ella y que mi cabellera iba a ser así de frondosa con el tiempo. Entonces sentía que iba a ser gigante como la ceiba y con la mente lúcida de mi Papá. Con cada domingo que la divisaba, sentía que me estiraba más, más y más. Me compenetré tanto con la Ceiba de El Moralito que siempre esperaba la pregunta de Mamá al regresar a casa: ¿la viste? Sí y crecí, ¡míreme! Por eso me ponía el cucurucho de bijao para ser tan alto como la ceiba. Traté de encontrarme con una larguirucha más alta, pero no encontré a la redoma otra que la traspasara. Por supuesto que había, pero esa ceiba llenó tanto mi infancia de encanto y fascinación que al dejar el Cuarenticinco hacia Mene Grande, plasmé su imagen en la primera tarea de dibujo libre en mi escuela de primer grado.
Hoy me pregunto: ¿Desde cuándo eres Faro de El
Moralito, ceiba de ceibas? ¿Cuántas
estrellas fugaces más habrás enumerado desde aquellos días? ¿Cuánto medirá tu pescuezo de
garza blanca aferrado a la sabana? ¿Cuántas
hojas habrás esparcido al recto camino? ¿Cuántos chubascos de Santa Rosa habrán querido doblegarte? ¿Cuántos rayos y centellas te han
desafiado? ¿Cuántos nidos de
gavilán peregrino habrás albergado desde entonces? ¿Cuántos niños de El Moralito han crecido desde
que eres lo que eres? ¿Cuántos vagones del tren de antaño pisaron tu informe
sombra e irrumpieron en el silencio de tu brisa? y ¿Cuánto más seguirás jugando con las nubes, Ceiba
de El Moralito?
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