El Tren del 22
Hace años existió un pequeño y próspero caserío de casas de bahareque, horcones, techo metálico y palma real en la vía férrea surlaguense, con una docena de negocios de diverso uso comercial de la época. Fundado, como otros más, para estación de embarque y desembarque en el largo camino construido sobre la verde sabana tendida desde el pie de monte andino hasta las riveras del inmenso y caudaloso río. Esa fue la primera marca profunda que quedó grabada para siempre sobre el semblante de la sabana; donde tendieron una larga, muy larga y sinuosa escalera acostada sobre el paisaje tupido de arbustos y árboles tan altos, que la vista se quedaba corta para descubrir las últimas ramas de las copas.
Levitando sobre la prolongada y angosta vía férrea que sigue los claros del montarascal, aún ondula una larga oruga quebrada en porciones exactas, con bamboleos lentos y armoniosos sincronizados con el avance. En cada estación exhala su vaporoso gemido y se dispone a reposar mientras espera el aborde del gentío presuroso que la aguarda. Cumplido el encargo, parte glamurosa al encuentro de la próxima estación, y así, entre paradas y arranques, bañada de vapor y tizne del fogón y la caldera, llega a su estación matriz a orilla del río que sin prisa la espera, para dar pie a la descarga y a la carga.
Hoy, el caserío, no se parece al de antaño en lo más mínimo, ya no le queda nada de aquellos días; los domingos, ésta misma vía tenía mucha vida, tanto así, que el jolgorio en los negocios se sentía clarito por este patio donde estamos sentados y se perdía en los potreros, me comentaba el abuelo. ¡Dígame cuando el tren anunciaba que estaba llegando!, ¡cómo recuerdo ese sonido! Yo lo escuchaba antes que nadie por mis orejotas de flor de plátano heredadas de la familia materna. ¡Mirá que hasta les ganaba a los que ponían sus cabezotas en los rieles para escuchar las vibraciones del metal! Por tal razón mi compadre Algimiro me decía que yo no me perdía ni del mínimo susurro en pleno chubasco de Santa Rosa, que servía pa´ músico de retreta de pueblo... y pare de contar las cosas que me inventaba. Varias veces me tomé las cervecitas sin pagar ni medio. Hasta traté de apostar con el negro Matías, quién lo avistaría desde el copito de la ceiba, mientras yo con el traqueteo y el fuerte pitazo lanzado por los aires; como no se atrevió apostar considero que terminé con la reputación de vista de águila real que detentaba.
También, me contaba mi abuelo que, por tal motivo, al abordar el tren, usaba semerendo tapón de algodón en cada oído para mitigar el ruido del traqueteo y chirridos de los rieles, y llegar sin dolor de nuca al malecón de la orilla del río. Yo sí creo que nací con algo más que estas orejotas dentro de mi cabeza porque a mí, de verdad, que no se me escapa nada que suene, mencionaba con picardía. Por eso, el viento le anunciaba el arribo de la monumental máquina acerada a nuestro caserío mucho antes que los demás la vieran. Mi abuelo conocía muy bien la oruga de hierro por fuera y por dentro. Presentía sus penurias de máquina vaporosa, hasta interpretaba sus males, sus triquitraques, chirridos y bamboleos. Me mencionaba que entendía todos sus mensajes acústicos, cuando estaba en reposo absoluto y en pleno movimiento por los rieles, también. Se recordó de aquella vez que la máquina se detuvo en nuestro caserío, y se atrevió opinar sobre el extraño quejido que le sintió al llegar; no es la misma, le dijo al maquinista, algo le ocurre a la oruga de acero, como le decía, revísenle bielas y manivelas, ballestas y el juego de ruedas tractoras, creo que algo anda mal. Lo hicieron en el momento y no encontraron nada, todo estaba en su lugar. Después se enteró que, en efecto, durante el viaje de regreso la locomotora se quedó averiada casi llegando a la estación final. Episodio que le dio fama de curioso del sector y le empezaron a llover las notas de auxilio en muchos de los problemas que se presentaban.
Por las tardes, mi abuelo, sacaba de su escaparate uno de los siete libros gordos que tenía bajo llave y se ponía a hojearlo. Vení, sentate, que vamos a estudiar, me alentaba con cariño; estos son libros de estudio, no son de lectura fácil, muchas cosas no las entiendo, pero otras sí las veo claritas en sus diagramas y dibujos. Los cambié por un gallo fino, tres costales de plátanos y una sortija de oro de la abuela tuya, en una feria de carnaval que hicieron por acá hace un tiempote. Nadie los quería por voluminosos y pesados me dijo el vendedor, pero más bien creo que fue porque en estos sitios a pocos le interesa la ilustración. Así mismo me dijo: “amigo, llévátelos pa´ que te ilustréis, ve, qué molleja, hasta la torre eifel la tenéis ahí, porque son franceses, no perdáis este chance, esta biblioteca ambulante no la volveréis a ver nunca más por aquí. Entiendo que vos sois muy curioso porque ya tenéis más de media hora hojeándolos; llevátelos, dame dos prenditas doradas y son tuyos, vai dale, ve que las oportunidades las pintan calvas”. Y entre tantos “llévalo, llévalo, llévalo, llévalo,…que estoy recogiendo” a todo pulmón, me decidí.
Son libros muy viejos, pero muy buenos, no me arrepiento de la compra. Creo que, si perdí, salí ganando de todos modos. ¡Qué maravilla de dibujos los de estas máquinas!, grandiosas las manos que las dibujaron. Así me entretenía con las lecturas del abuelo y sus sueños de constructor de ingenios mecánicos. Con seguridad, sí hubiera cruzado el Atlántico, sobrarían las reseñas sobre el mejor inventor de toda la bolita del mundo, nacido en el sur del lago.
El tren quedó petrificado en mis recuerdos de infante. A mí en particular me marcó. Crecí con la imagen de la oruga gigante deteniéndose frente a mi casa, bamboleándose y soltando las bocanadas de humo con cada silbido que hacía por la vía ferrocarrilera. Gente señalando con el dedo cuando lo avistaban, niños alborotados pidiendo subir primero, señoras presurosas saliendo de la pulpería para no perderlo, un grupo despidiéndose de la familia frente de su casa, otros bajándose de las mulas que los trajeron desde camellón adentro; y con rapidez se formaba un tumulto de personas en la estación para abordarlo. Al subir todos, con la vía despejada, sonaba de nuevo el pitazo de partida. Para mi abuelo, el tren poseía un pentagrama para cada ocasión. El tono de llegada no era igual al de partida; en cada arrancada soltaba una nota melancólica con un dejo de tristeza para dispersar los pensamientos de cada pasajero, retenidos en el momento del embarque. El tren tenía la virtud de succionar la pesadumbre, la angustia y la tristeza de los pasajeros y los esparcía por la vía en cada pitazo; ya adentro, sentados y relajados, los semblantes mostraban otras emociones; las lágrimas se esfumaban de las caras y amplias sonrisas se difuminaban por los vagones.
El tren se convirtió en el atractivo de nosotros los más chavales. Los fines de semanas nos sentábamos en las bancas de los corredores de las tiendas a esperarlo. Al parar, aprovechábamos para detallarlo y sentir su metálica armazón con los dedos, rozando su piel desde el primero hasta último vagón. Los más pequeños no se atrevían, porque quizás el inconsciente les alertaba que el tren se llevaba los niños mal comportados, como tantas veces les mencionaron. Y yo, dándomela de sabiondo con las lecciones del abuelo, describía su funcionamiento a los más grandecitos. La curiosidad y la astucia del abuelo se me pegó tanto, que me la ingenié y logré que una mañana el maquinista me mostrara la cabina de la locomotora y me señalara sus partes. ¡Ese fue el día más grandioso de mi vida! Le había insistido al abuelo que me subiera, pero él me recalcaba que “los propósitos dan mayor satisfacción cuando uno mismo los logra por sí solo”. Después me enteré que, mucho antes, me habían concertado esa cita.
Algunas veces lo esperábamos sobre la raya que hacíamos en el suelo y en el momento mismo que asomaba su trompa en el caserío, y al grito de “en su marca, listo, fuera”, emprendíamos la carrera a toda máquina a su lado, a ver sí le podíamos ganar la apuesta antes de detenerse en la estación. En otra oportunidad hice lo mismo montado en mi pollino, pero, como siempre, la noble máquina se detenía en su parada para dejarnos ganar.
En tiempos de contiendas de runches, se buscaba la chapa metálica del refresco y se aplanada con piedras de la vía empedrada del caserío, se le perforaban dos agujeros en el centro con la punta de un clavo delgado de acero y se atravesaba con un trozo de hilaza. Una tarde le dije al abuelo: ¿y sí le paso la oruga por encima para aplanarla?...poniéndole cara de inventor… ¿Cómo?, me dijo… ¡Fácil!, pongo las chapas medio aplanadas sobre un riel y cuando la máquina las aplaste con las ruedas, quedan lisita. Se me quedó mirando y me dijo: “no he perdido el tiempo contigo”. Desde entonces, ese fue el método de aplanar las chapas y sacarle filo al borde, y la locomotora se convirtió en nuestra fábrica de discos aplanados para elaborar los mejores runches de los desafíos semanales. Por supuesto, en poco tiempo mi grandioso invento se puso de moda en todos los caseríos de la vía ferrocarrilera. Por uno de los hijos del “gocho”, dueño de una de las tiendas, supe que lo llamaban gurrufio, también; aunque nosotros nunca dejamos de llamarlo runche.
Una tarde, mientras me entretenía saltando entre aquel par de rieles, sentí un lamparazo en mi cerebro. Las dos rectas paralelas que observaba separadas entre mis pies se me perdían en los infinitos; sí, las que venían desde muy lejos y las que se me escapaban hacia más allá. Me intrigaba el jugueteo que mantenían con el espacio. Por allá lejísimo, en dirección del samán del patio, donde el sol se maquilla de carmín antes de juntarse con las estrellas del potrero, las dos se juntan; y por acullá, en vía del platanal, donde la luz se asoma junto al canto del turpial y el cristofué, se separan. ¡Qué jugada tan interesante hacían! Pregunté al abuelo y noté por su corto silencio y el fruncido entrecejo de su sabia mirada, que él tampoco lo entendía. Eso me gustó, al comprender que me tocaba a mí solito descifrar el enigma. Así que, al otro día, monté mi pollino y untando mis pies de rocío de la mañana, me fui al encuentro del sol naciente a resolver la duda. Recorrí un largo tramo de la vía férrea sin notar cambio alguno, y nada, los dos ramales mantenían la misma separación. Sin embargo, cada vez que lanzaba la mirada al horizonte en busca de respuesta, las veía junticas, muy apachurraditas, como dos tórtolos del platanal. A los lejos el par se convertía en la unidad, cerca, en un dúo. Montado en mi pollino, seguimos con la aventura hasta que el sol salpicó mi frente de húmedas perlas, y al darme cuenta que no se juntaban por ningún lado, decidí regresar. ¿Ahora que hago?
Al llegar, noté de una vez que mi abuelo me tenía una respuesta. Me dijo: “el fin de semana voy al pueblo, si queréis te llevo donde el maestro Carlos pa´ que él te dé su explicación”. A la hora señalada ya estaba en la puerta bien bañaíto y arreglaíto para emprender el viaje. La ruta la conocía bien porque varias veces había acompañado a mi mamá y a mi papá a realizar las diligencias en el pueblo. Dos cosas me impresionaban: las inmensas casas flotantes del río y el río mismo. El río largo, muy largo, pasando debajo de un puente metálico me llamaba la atención porque no sabía hacia dónde llevaba tanta agua. La otra vez el mismo maestro me comentó que el río se llamaba Escalante, que le encantaba regalar toda su agua al gran lago y que las piraguas lo acompañaban en la entrega. Pero maestro y ¿dónde nace el río?, porque mi abuelo me dice que “todo en el mundo tiene principio y fin”. El río debe tener un nacimiento, ¡no!…Claro que sí, él nace por allá lejos, en un punto metido en las montañas de los andes y luego rueda por sus laderas recogiendo las aguas que le llegan, y poco a poco va creciendo, creciendo, hasta que se pone ful de agua, y es cuando construye el lecho que le sirve de vasija de acopio. Date cuenta como es el río. Nace pequeño, delgado, incipiente en cuerpo y forma; se le escapa a su naciente y a medida que baja de la montaña acumula agua para volverse, caudaloso y sereno, en una inmensa culebra de agua que serpentea sobre la sabana. Es cuando, invita a las piraguas a bajar al lago y se las lleva con su tranquilo cauce a un mágico lugar dónde la oscuridad juega a ser luz en el extenso manto lacustre… Entonces, hay un gran tanque que recoge el agua del río llamado lago…Sí, mi niño, es nuestro Lago de Maracaibo, asiento del teatro de relámpagos jamás vistos en la faz de la tierra… ¿El que se ve desde mi casa?...Ese mismo, donde la naturaleza monta las escenas de fogonazos inaudibles toda la noche y durante todito el año…Maestro, ¿y cómo hago yo para visitar ese sitio?...Eso sí que tenéis que cuadrarlo con mis compadres…¿Maestro, usted me está hablando del Relámpago del Catatumbo?...Del mismísimo relámpago…¡Aaaah!...Pero, ven acá muchachito preguntón, no íbamos hablar de este tema, según me dijo mi compadre. A ver, comentame la inquietud que vos tenéis… Se lo voy a decir de sopetón, Maestro. ¿Por qué los dos rieles del tren se ven separados cuando los tengo cerca, y cuando los veo a lo lejos se unen en uno solo?...¡Caramba!, de verdad me dejaste frito, te confieso que nunca había pensado en esa guarandinga con dos rieles. Así que mejor dejame familiarizarme con la situación, estudiar lo que me estáis planteando y cuando vengáis otra vez te lo explico; sí es que logro descifrarlo. Pero… de lo que sí estoy seguro es que, es una cuestión de perspectiva. Tendré que preguntarle a un señor de la antigüedad llamado Euclides a ver qué me dice. Lo cierto es que, según la geometría euclidiana, dos rectas paralelas nunca se cortan, pero de acuerdo a la geometría proyectiva, todo par de recta se corta en el infinito. Esa es la percepción que tenemos de las cosas que se alejan mucho de nosotros: se pegan, se apachurran, mejor dicho, se juntan. De ese modo percibimos la realidad, el espacio que tenemos al frente, por detrás, por los lados, arriba y abajo, de esa manera lo captamos. Aunque leí por ahí que, esta forma de percibir el espacio aquí en la tierra, ¡y que cambia!, en otras partes del universo, no sé; pero de eso no me preguntéis nada, porque no se más.
En lo mejor de la
conversa llegó mi abuelo apresurado, me agarró de la mano y me dijo: “vámonos,
apurate, que nos deja el tren”. Desde lejos le pegué un grito al maestro y le
dije: “maeeestro, ¿y dónde queda el infinito?”. Solo vi que el buen hombre hizo
un gesto, se llevó las manos a su cerviz y se metió a la casa.
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