domingo, 1 de agosto de 2021

La Princesa

 

La Princesa de Boca del Río

    
Imagen diseñada con IA Bing

Para Goya          

La noche serena del lago despierta sus esperanzas. Cada minuto transcurrido se adentra más en aguas profundas siguiendo el destello permanente que viene desde lejos. Le sirve de brújula para orientarse en la embocadura del río que lo lleva a su destino. Con ésta, son ciento veintiséis veces que hace el mismo recorrido acompañado del relámpago y, como conoce en detalle sus señales lumínicas, puede asegurar que la encomienda está asegurada y, sin problemas, la llevará a puerto seguro en el tiempo establecido. Conoce bien los tiempos de aguas y ventiscas del lago y el gran río, y por tal razón, no le preocupa; no obstante, otro tiempo más, sí le mortifica. Al mando del timón de su piragua debe hacer un alto en un sector específico del río a la hora convenida consigo mismo. Antes que el sol ascienda hasta los ocho grados en el horizonte de salida, espera llegar al sitio. Muchos sacudones sentimentales y atmosféricos tiene en su haber y de todos se ha librado fortalecido. La emoción lo embarga a medida que se acerca, no logra entender o no quiere en lo más remoto de su inconsciente descifrar el sentimiento que le agobia; él, hombre corrido por riveras inhóspitas de los ríos del sur, con incontables travesías lacustres y otras tantas en la alta mar embravecida, no podía dominar las emociones que lo inquietan. En ese instante no era cerebro, sólo corazón; en él no hay espacio para la razón, un sentimiento único se impone. Toda la atención la concentra en la opresión y el palpitar que tiene en el pecho y que se corre hasta la parte baja del estómago. Y así ocurrió, los tiempos se cumplieron de nuevo, como antes también. Se quita el sombrero y lo bate varias veces sobre el rostro enrojecido para aliviar el sofoco que lo envuelve. Con precisión cronométrica se encuentra una vez más en el noveno recodo del río frente a la lara de ramajes extendidos, que deja entrever la pequeña choza de caña brava y palma real contrastando con el verdor de la sabana. Detiene la máquina cumpliendo con el ritual de las últimas semanas y lanza el paquete que trae a su lado hasta la orilla del río. En media hora no ocurre cambio en el paisaje que ausculta con insistencia y desesperación. “Tuvo que recoger los anteriores…”, pensó; y arranca rumbo a su destino. El canto de las cotorras y el aullido de los araguatos pasan desapercibido para él, el trío de garzas blancas levitando al lado de la piragua tampoco lo distraen de sus pensamientos, las advertencias de ¡cuidado! de su ayudante no lo sacan para nada de su abstracción. Adopta un nuevo estado emocional al pasar frente a la choza en ambas direcciones. Lo embarga un vacío total cuando no la ve. El mundo se le esfuma y queda sin aliento. Quiere quedarse, lanzarse al río y a nado alcanzar la orilla y llegar a la choza. Pero, el compromiso lo saca de su estado, recobra la compostura y retoma el rumbo por el sinuoso río arriba, con la intención de entregar la mercancía.

    Atracan a la hora de siempre en el improvisado malecón de la orilla del río; río que se deja seducir por el encanto del paisaje y sereno se abandona en brazos de sus propias aguas rumbo al gran lago. Hace la entrega de mercancías y encomiendas en la plataforma misma de la nave; los tres únicos pasajeros se bajan presurosos. Deja los últimos arreglos a su ayudante y parte al bodegón principal a entregar el documento que le encargaron. Es un hombre alto, de tez clara y contextura robusta, que luce siempre camisa y pantalones de dril blanco, con las mangas bien arremangadas. Se protege del fuerte solazo tropical con el sombrero borsalino negro mate de alas cortas medio tumbado a la izquierda de la cabeza. No le falta el puñal en su funda de cuero terciada a la cintura. Donde hace presencia, llama la atención por el vozarrón que deja escapar. Con paso firme entra a la única tienda de telas, víveres y remedios que existe, mientras inclina la cabeza y toca el borde del ala de su sombrero frente al par de damas que se están retirando. Durante la entrega personal de la encomienda, siente que alguien, que detalla un corte de lino celeste cielo en un rincón de la tienda, lo observaba insistentemente con disimulo. Al voltear, nota que la dama sale de prisa de la tienda. Presuroso, se despide de su interlocutor y logra ver a lo lejos, casi llegando a la ribera del río, una silueta de contornos pronunciados conocidos, caminando con la elegancia inusual de las damiselas del lugar, con pasos firmes y seguros, apacibles y estilizados, que le da la sensación de estar flotando sobre la polvorienta calle que transita. La reconoce en el acto. Aunque intenta abordarla, era tarde, la hermosa dama montada en su canoa va aguas abajo por el río rumbo a su morada. Queda de nuevo con el corazón palpitando y a punto de estallar. Se recrimina a sí mismo el no haber sido más cuidadoso y decidido. La tuvo tan cerca para contemplarla de frente y perdió la oportunidad. Ni en la capital, ni en otros puertos del caribe, se había cruzado con tanta belleza natural, razón por la cual andaba con el alma alborotada y compungida. Nadie lo sabe, no tiene confidentes; no quiere que se enteren. En parte, por el perjuicio social de relacionarse con miembros de las tribus ancestrales del sector. No se ve con buenos ojos que un gran señor de la capital se fije en una india del monte, en el decir de los lugareños. 

    Sin estarlo preguntando, cierta vez, en la cantina se entera de los detalles. Carikay, la última de las princesas de las tribus originarias de la tierra surlaguense, solitaria, vive en una choza a orillas del río. Cuando él la avista por vez primera en aquel recodo de río, queda deslumbrado con los ojazos ambarinos jugueteando en la piel zapote claro de su rostro. Percibe los gestos moderados en su andar, en precisa sincronía con el resto de su esbelto cuerpo sumergido en un halo de dulzura de deidad originaria. Esa es Carikay. Con cuerpo y alma caribeña, pura como la miel. En aquellos tiempos incipientes, la mezcla genética aún no había dado sus primeros frutos en esa región. Carikay es la representación genuina de su raza, con su propia lengua y costumbres ancestrales sintonizadas con los requerimientos de una zona de abundancia vegetal bañada de insignificantes caños y caudalosos ríos; donde, desde muy cerca, el relámpago salpica la sabana con fulguraciones permanentes en noches de luna de todas las edades disponibles.

Ella, junto con su cacique esposo, Caricaguey, y su gente, vivían en los espacios del puerto-caserío, pero fueron desplazados por las malas a las tierras bajas y cenagosas del gran río, por orden expresa de los reyes del otro lado del atlántico. La mayoría resistió, pero fueron prácticamente exterminados sin piedad alguna, y uno de tantos fue su amado esposo. Era ella una de los pocos sobrevivientes que quedaron. 

     Dado por enterado de lo sucedido, siente compasión por su amada Carikay, pero también ve la oportunidad de oro. Esa noche entre vueltas y más vueltas en el chinchorro guajiro colgado en un pasillo de la piragua, antes de conciliar el sueño, fue perfilando el plan maestro. Antes del amanecer lo presenta a su gente de confianza y acuerdan darle fiel cumplimiento a pesar de lo riesgoso. Cada uno tendría buena paga por adelantado para asegurar el compromiso.  Sin pasajeros a bordo, con la nueva carga montada, los encargos y diligencias de los clientes bien ordenados en el libro de encomienda, emprende el viaje de regreso a la capital. Media legua antes de llegar a la choza, hace anclas y saltan a tierra firme; el asalto planeado lo realizan sin ningún percance y logran subir a Carikay a bordo. Por supuesto puso mucha resistencia, pero frente a tres corpulentos, probados en peores lidias, nada pudo hacer y se rinde en las fauces del destino.

Presa en el camarote tan deseado trofeo, al fin tiene la oportunidad de su vida. Ahora sí, está de frente a su amada. Sabe de cajón que no era la mejor forma de alcanzar el amor de una mujer, pero no vio otra alternativa. La tuvo que raptar a su manera. Alcanza la boca del río en buen tiempo y se adentra en aguas extendidas en plena penumbra. La puede contemplar a sus anchas, observar la mirada de asombro que aún mantiene y escuchar frases aisladas en lengua originaria desconocida para él. Los fogonazos del relámpago acentúan los finos rasgos de su rostro y entiende ipso facto que estaba en presencia de una deidad ancestral como nunca imaginada. Se queda mirándola con ternura y percibe respuesta en los destellos tristes de sus nobles ojos ambarinos. Afloran remordimientos confrontados por el amor que le profesa. Se hace dueño de la tristeza que la embarga y siente pena de sí mismo. Se siente vil y maldice en su interior el plan concebido y ejecutado.

Sigue observándola. No quiere tocarla, sentirla, como muchas veces había fantaseado; no era el momento. Es hombre corrido y sabe cómo proceder con las mujeres. Mientras la recorre con mirada escrutadora, palmo a palmo, centímetro a centímetro, sus venas abombadas a reventar despliegan sus ramajes añiles sobre la frente y los brazos descubiertos, y no puede disimular su cara enrojecida y sudorosa.  Al fin, se encuentra frente a su amada. Por la ventana se sienten las primeras ráfagas de la lluvia que amenazaba con empeorar. Las centellas se escuchan a los lejos y el vaivén de la piragua empieza a incrementarse, pero él no siente nada. Ensimismado, sigue el bamboleo de su silueta; ella se deja llevar por aquellas bruscas arremetidas y con gracia se abandona al movimiento repetitivo del espacio perturbado. Él siente la danza en sus venas henchidas, mientras ella agrega sincronía a la desdicha que la abruma.

Se distrae, cae de nuevo en trance y no escucha ni los toques de puerta que tres veces le hacen con insistencia. Sólo el estruendo de las cosas que caen y la voltereta que da su amada lo hace volver a la realidad. Están metido en plena tormenta en aguas profundas del lago con oleaje de alta gama. Las aguas embravecidas reclaman lo que sucede en el interior de la piragua; la brisa fresca convertida en ventisca revoltosa fustiga con más intensidad sumándose a la solicitud, y hasta el relámpago destella mil veces como nunca antes, en apoyo a la bella princesa. A él no le importan los reclamos. La piel canela que exhibe entre la penumbra del farol lo hace suspirar profundo y lo seduce, tanto más, que pierde de nuevo el sentido de lo que ocurre en aquellas inmensas aguas oscurecidas y salpicadas de luz. La grácil silueta dibujada por la sombra al pie de su raptor da cuenta de la hidalguía de Carikay. Y él se entretiene un poco con los imperceptibles toques que le hace a uno de sus pies al son del cabeceo del pabilo anaranjado. ¡Sí con lo impalpable siente su presencia, como será en el instante que roce su tersa piel¡  Entre pensamientos como estos y la vista fija en su amada transcurrió parte de la travesía.  Afuera continúa la furia de las aguas, la ira de vientos, y los truenos y relámpagos dejándose sentir. Adentro, sentimientos y emociones de amor aciago entremezclado con inocencia y desconcierto, bulle en aquel confuso espacio de la nave.

De nuevo un fuerte golpeteo en la puerta lo trae al mundo real. Tiene que suspender la contemplación y sale del camarote.  Carikay ve la oportunidad de su vida. Hacía rato, muy despacio, se había zafado las amarras y trastabillando sale de la habitación, sube a la parte alta de la piragua y se lanza a las aguas encrespadas mientras los destellos del relámpago le iluminan las brazadas.

Fue una tragedia, relata en puerto seguro, se perdió toda la mercancía, pero no la vida. Nunca se comentó lo acontecido; nadie vio ni hizo nada. Las fuertes amenazas a sus ayudantes dieron el fruto esperado. Pronto se repuso del percance económico sufrido y retornó a sus andanzas por tierras surlaguenses. De nuevo en la misma choza detrás de la frondosa lara; otra vez los recuerdos afloran y los sentimientos empiezan hacer mella en su abatido corazón. Lanza la mirada, sin detenerse, en búsqueda de los recuerdos de su amada.

Sigue transitando por un largo tiempo el curso de aquel río. Y cada vez que pasa frente a la choza, algunos pasajeros ven a la hermosa princesa indígena envuelta en el tul celeste contemplando la piragua que le sirvió de último aposento.

Él, nunca pudo visualizarla.   

 

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