jueves, 19 de agosto de 2021

Aventura y desventura

 

Aventura y desventura

de 

dos físicos viajeros

 

Parque Nacional Morrocoy

A Raúl Echeverríacompañero de viaje. 

Acto I

Al fin, el olor a mar de suave brisa liberada de sus entrañas lejanas hace presencia en mi ser. Columnas fugaces de palmeras compiten entre sí en el fondo del oleaje reventado en infinitas perlas blancas y cristalinas, suspendidas por segundos extendidos sobre el rojizo redondel que emana de la tarde, que lentamente se disipa. El jugueteo de las palmeras agota su introito en la escena playera indicando que nos enrumbamos a nuestro destino final. La tarde está fresca, quizás un poco más que de costumbre a pesar del agotamiento del largo viaje desde tierras tan lejanas; pudo ser también la suave sensación de la montaña que dejamos, que aún hace presencia en mis sentidos para mantener el equilibrio orgánico. Tarde dócil y fresca, que incita a libar las primeras espumosas en la taguara de costumbre a orilla de la vía; previamente, nos metimos dos lamparazos del mejor miche andino que nunca antes había saboreado, para entonar el cuerpo y aclarar la garganta, aunque el canto no lo he practicado ni me llame la atención; pero la larga conversa que nos esperaba esa noche, sí merecía unas cuerdas vocales bien preparadas.

Entre el rumor cercano del oleaje salpicando nuestros sentidos y la agradable sensación de agudos choques de botellas, festejando el final del viaje, el tiempo empezó a ralentizar su apuro y entramos en zona de completo relax. La noche se acorta compartiendo vivencias con Raúl, por las innumerables historias con fino detalle que va hilvanando a medida que asoman en su espléndida y nítida memoria. Muchas han sido anécdotas ya contadas y recontadas en similares circunstancias, aunque siempre matizadas con las ocurrencias del momento; otras, más recientes, también se asoman en la sabrosa tertulia que ya había agarrado cuerpo. Por momentos, añoramos la rockola del Chino, con su larga lista de rancheras; pululan los recuerdos de las copas libadas en el claro oscuro impregnado de vaho de cerveza y humo en el Prado Verde de aquellos lejanos tiempos de primera juventud; estuvo también presente El Rincón del Tango convertido en Oficina para disimular reuniones extra cátedra en segundas épocas; comparto de nuevo mis anécdotas, historias, chistes y ocurrencias vivenciadas con mi compadre Gerardo por los sitios nocturnos de la ciudad… Y como la noche avanza hasta el cierre obligado de la taguara, no nos queda otra que terminar de llegar a nuestro destino para retomar lo pendiente. Sin embargo, el agotamiento del largo viaje no dio para tanto.

La fresca y fuerte brisa colada por los ventanales abiertos de par en par, reforzó el compromiso que tenía de contemplar el amanecer de aquel grandioso día de perenne oleaje estallando sobre las arenas de la playa. Lo pude hacer, y tal como lo había programado se cumplió. Antes de partir, ya había investigado la dirección de salida de aquella concha dorada que deshilacha al horizonte en largas trazas carmín al amanecer; y que luego se levanta sin premura hacia el elevado cenit radiando su energía hasta los confines mismos del paisaje marino; luz radiante penetrando por todos los intersticios de aquel panorama costero sin igual, de escasos claroscuros e intensos reflejos brillantes en contraste con los matices azulados de mar y cielo.

Cada día, en esa incomparable localidad, fue diferente; un rato ayudando a Raúl a realizar los arreglos programados del apartamento, otro, buscando el pescado del día, de nuevo en la playa recibiendo las bondades del sol caribeño, una y otra tarde más en la piscina; un nuevo día, visitando los pueblos vecinos. Otro completo tratando de arreglar los frenos del carro. De este modo, entre tertulia, playa, cervezas y trabajo en el apartamento, transcurrió nuestra estadía de dos semanas de completo relax.

Llegó el momento de retorno y emprendimos el viaje a las 10:30 am. Me tocó manejar todo el trayecto porque Raúl lo había hecho antes, y además no estaba en condiciones. Después de quince días, como los experimentados, cualquier hígado en desempeño extremo se pone a reventar y el amargo de la bilis impregna las papilas; y eso le pasó a mi amigo Raúl por el exceso del licor libado, la comida condimentada y el embrujo de la mar. Partimos, con los frenos peores que en el viaje de llegada. De ida, se recalentaron tanto con las pendientes del páramo, que tuvimos que hacer varias paradas antes de entrar a Barinitas; pero, llegamos a Tucacas con el traqueteo parejo cada vez que se aplicaban. Intentamos hacerle una revisión antes del regreso, pero la parranda y la falta de formas de pago con tarjetas, impidió hacerlo.

Y así mismo, o en peores condiciones, regresamos. Nos dimos aliento: “lo que no hace un físico, no lo hace nadie”; “sí, para eso somos dos buenos físicos jubilados, vamos a darle”. Hicimos un rápido diagnóstico de la situación, estudiamos las posibilidades de quedarnos accidentados o no a media carretera, y optamos por la vía de la panamericana para obviar las fuertes pendientes del páramo; nos dijimos confiado: “llevamos herramientas de sobra hasta para desarmar el motor completo y volverlo a remontar, sí es que hace falta; démosle plei”. Así fue, amparados en nuestra pericia y la confianza absoluta que Raúl tiene en su Accent, que nunca lo ha dejado varado en la vía, arrancamos a media mañana con el sol empezando a preparar las playas a los turistas que recién estaban llegando. Como elegimos la vía plana para el regreso, me sentí relajado y más confiado al frente del volante.

Entonces afloraron los recuerdos inmediatos de las últimas vivencias. Recordé el momento cuando Raúl, trastabillando llega a la orilla de la playa y se mete; una ola, de esas que les gusta echarle broma a los más vejucos con tres buenos tragos de licor encima, se retrae y lo arrastra consigo, dándole tremenda revolcada, mientras los turistas que presenciaban la escena no paraban de celebrar; cuando veo aquel  festín, me levanto y trastabillando también, como pude, llego y paro a mi querido amigo que estaba confundiendo el agua de mar con el agua de coco saturada de un doce años. Llega la segunda o la tercera ola y las cuatro patas adjuntadas no impidieron de nuevo el revolcón, y en esta ocasión fuimos los dos. Como pudimos, alcanzamos la orilla, mientras nuestros amigos playeros esbozaban sendas sonrisas desde sus toldos. Como dos buenos físicos que éramos, estudiosos del oleaje de mar y las ondas de materia de De Broglie, pensamos que, debido a la elevada amplitud de las olas por el fuerte viento que soplaba, la alta frecuencia con que se rompían en la orilla, por la intensa irradiancia de la tarde, la pérdida del equilibrio por culpa del viejito Parra, más otras consideraciones más mundanas que científicas, acordamos que ya era hora de contemplar la playa desde lejitos; así que, acompasamos el susurro de la mar con tres ronquidos de los nuestros, y en media hora estábamos repuestos para el retiro a casa.

Pero eso no fue nada Raúl, le digo, mejor es la anécdota de los dos niños vendiendo sombreros y grillos elaborados con hojas de palma de coco. Los niños nos ofrecen sus artesanías y detallo el fino entramado de tiras de palma en el sombrero y en el grillo. Raúl quería un sombrero para su amada esposa y regateó con los niños, pero la compra no se pudo concretar. A los tres días, de nuevo la misma historia, los niños ofrecen sus productos, y Raúl regatea un poco más. Uno de los niños le dice al otro: “vámonos, este señor me salió con el mismo cuento del jueves”, a lo que Raúl le responde entre risas: “no sería yo, ese fue otro, yo acabo de llegar de las mayamis”. “Claro que sí, señor, fue usted, no sea embustero, usted es el mismo señor de las piernas llagosas”, “¿yo?” dijo Raúl, mientras extendía sus piernas sobre la blanca arena, y con un “claro que sí, mírese las llagas que tiene por detrás” lo increpó el niño mientras se retiraba medio molesto. Raúl fue identificado por sus “piernas llagosasfull de perdigones recibidos por andar de guarimbero en las recientes manifestaciones de la ciudad, y los niños lo etiquetaron con ese término por no comprarles el producto que le ofrecían. El joven que se acercó a ofrecer el menú del restaurant del lado y que no paraba de reír con las ocurrencias de los carajitos, aprovechó para ofrecernos un par de chicas de compañías, pero al ver que los niñitos decían “no les traigan nada, esos son unos llagosos”, desistió también cuando Raúl volteó la pierna afectada.

Entre cuentos y comentarios llegamos a Barquisimeto en un cerrar de ojos. Por autopista poco se frena, de modo que el desgaste se reduce; sin embargo, el traqueteo continuaba y hasta me parecía que se había acentuado, aunque Raúl me animaba con el “vamos bien, chamo”. En la recta de Carora al Central Azucarero, empezó otro ruido, uno diferente que asociamos con la caja; completamos el aceite que faltaba y seguimos. Otra parada más para estirar las piernas, saborear una sabrosa arepa de carne y continuar. Todo bien, hasta que se desprendió el palo de agua con fuerte viento que impedía transitar con facilidad por el barrial de la carretera y el empañamiento de los vidrios. Se acentuó de nuevo mi inquietud con los frenos, porque el frenado se hizo más continuo con las curvas hacia la alcabala de Aguas Viva y el traqueteo se había incrementado. Entre frenazos con chirridos y traqueteo, alcanzamos Caja Seca con la caída de la noche. La oscuridad sumó a mi angustia otra preocupación: las luces no servían, solo uno de los focos alumbraba y lo hacía donde no debía. Raúl no podía manejar por sus limitaciones visuales y me tocó continuar con el trajín. Al Vigía llegamos de milagro, con los hombros entumecidos y los ojos a reventar. Nunca antes mis bastones habían extremado tanto su función visual nocturna; hasta se atrevieron a alumbrarme el último tramo del camino a Mérida. Ya me sentía con un sexto poder; casi podía ver una carretera negra sobre la oscurantina de la vía; ¡bendito cerebro mío!, ¡cómo admiro tus bondades! Mientras tanto, Raúl me daba ánimos y me decía, “la cosa no es tan complicada chamo, sólo tienes que ir por la línea blanca, eso sí, no la pierdas”. Y con esta bendita receta seguimos. Pero unas veces como por acto de magia, la línea blanca se perdía y sentía que flotábamos en una alfombra negra con alguno que otro cocuyo titilando a los lados. Y de repente, la luz intensa que veía a lo lejos me enceguecía y teníamos que parar. Al arrancar de nuevo, las pupilas se iban abriendo más y más, hasta que sentía el par de cejas corridas hacia la frente. Entre destellos esporádicos en sentido contrario y penumbra permanente, a toda marcha y haciendo los cambios apropiados, empezamos a bajar el largo tobogán de Las Gonzáles, mientras Raúl preocupado me manifestaba: “chamo, me vas joder los frenos, dale suave, no me estás haciendo caso…”.

Al fin, se hizo de día, casi no podía creerlo, la curva de Macros se avecinaba. Mis pupilas no soportaban tanta intensidad, parecía que estaba en pleno mar a orillas de la playa. La intensa luz de los faroles de la avenida y la próxima pendiente que venía, nos salvaron la vida. Ahora mis pupilas, extra dilatadas necesitaban relajarse un poco para impedir el encandilamiento. ¡Luz! Jamás había apreciado tanto la luz en la vida; nunca antes había valorado tanto la función de la pendiente de una carretera para llegar a feliz término. Teníamos luz de sobra y ya no teníamos que frenar tanto. Nos salvamos de ésta, le digo a Raúl, y él sonriente inmediatamente me responde: “de ésta,… y de otra también”.

Cruzamos hacia la calle 4 y divisamos el portón de la casa. Aunque la pendiente era muy pequeña, la bondadosa máquina ya no podía más, el estruendo fue tan grande que Yoana y las muchachas salieron a ver que sucedía. Raúl se baja, se acerca a recibir el saludo de su familia, y escucho cuando Yoana con su característica jocosidad exclama: “pero Raúl, y cómo que usted no andaba con el otro mermaíto de Arturo, mire como viene más negrito”. Me habían confundido. Metimos el carro al estacionamiento y al apagarlo se sintió un fuerte ruido, tan grande, que el carro se inclinó de un lado. Los frenos quedaron completamente desechos y se soldaron al disco. ¡Pero llegamos!

En la despedida Raúl me dice: “chamo, prepárate para la siguiente”.

Me costó dos semanas reponerme, liberar la tensión muscular de hombros y piernas entumecidas, y equilibrar la función visual. ¡Ahora ando de noche por la casa sin necesidad de prender la luz!

 

Acto II

¡La mar! Cielo y mar mostrando sus azules. Mar y brisa entonando melodías de verano. Las notas me cautivan y sus tintes extasían mis sentidos. La mar. Serena espera las batidas de los vientos; sedada se abandona sobre la blanca arena de la playa. A ratos juguetea con restos de corales librados en la orilla, los bambolea y reacomoda, y los reubica en mosaicos blanco ostra salpicados de salmón; a ratos, se acaricia con la fresca brisa y recibe los códigos de altamar.

La mar está apacible esta mañana y por eso la contemplo con insistencia. Preguntas persistentes revolotean en mi mente. Tan cerca, me atrevo a escudriñar en sus secretos. ¿De dónde vienen tus moléculas, mar de mares?, ¿Quién te vistió de ese colorido?, ¿Por qué el horizonte suaviza tus tonalidades?, ¿Por qué jugueteas tantos con los vientos?, ¿Por qué ocultas en tus entrañas los misterios de la vida?, ¿Cómo inventaste la arena de la playa?, ¿Cómo respondes a los reclamos de la Luna, mar? La reto a que devele sus profundidades y extensiones, que revele sus orígenes, que diga qué más hay, allá donde se pierde su presencia. 

Me abstraigo de mis amigos por instantes y me lanzo a contemplar la lejanía. La mar me cautiva con su inmensurable belleza y me invita a sus espacios, al jugueteo con su oleaje y a sentir la misma brisa que la abraza desde lejos. Esa misma mar y brisa que se pasea por el Caribe me envuelven en la danza del oleaje. Por ratos me suelto en sus regazos, invoco el eureka de Arquímedes y percibo sus mecidas sin parar; y juego al salto de las crestas que revientan; a conocer su piso menos profundo y apreciar el fulgor que impregnan sus espacios. Opto por la posición rasante con vista al horizonte y capto los cambios alternativos de tonalidades que atesoran sus intimidades: de azul profundo a azul turquesa transmutado a verde claro y viceversa, mientras la irradiancia del mediodía sigue las absorciones de una nube pasajera. Tan mágica visión jamás la había contemplado, y al fin la pude saborear. Otro sublime encanto de la mar con capacidad de impresionar nuestro ser interior y hacer que aflore la noble humanidad.

 Siento que mi alma se apacigua y mis latidos se acoplan al rompimiento del oleaje. Necesitaba con urgencia retomar el equilibrio. Agua, brisa y sol es la bendición que envuelve la costa que contemplo.   

Aparezco de nuevo en la tertulia y mi palma se encoge de lo frio; con la primera espumosa del día inicio el ritual con salpiques de licor sobre la candente arena y compito con su sed; le gano, antes que la última gota sea absorbida, ya el contenido de la botella se encuentra en mis entrañas.

Estabas en trance, me dice Raúl. Miguel, su hermano, y Ale, su sobrino, están retozando con las aguas. En éste, nuestro segundo viaje, Raúl invitó a su familia. Entramos ayer a Acarigua por ellos. El viaje fue seguro y sin percances, antes de la caída de la noche ya estábamos ubicados en el apartamento. ¡Volví!, a pesar de lo anterior, acepté la insistente invitación de mi querido amigo Raúl.

No tenía compañero de viaje y me sentí en la obligación de retomar mi función. Claro, primero pregunté por las condiciones del Accent. ¿Los frenos?...están bien, ¿los cauchos?...más de media vida, no hay problema, ¿el repuesto?...debe tener aire; ¿sube con fuerza?...sí…bueno…algunas veces como que no quiere,…pero sí, sí le pisas las cholas, él sube; ¿las bujías?...están bien, hace días que no las limpio, pero por si cualquier cosa me llevo el extractor y allá las limpiamos; ¿los inyectores, desde cuándo no los limpias?...hace mucho, pero no te preocupes tanto, él anda bien; ¿la gasolina, cómo hacemos con la gasolina?...estoy en la cola y me falta poco pa’ ponerlo full, además ya tengo una pinpina con veinte litros, full también…Mira Raúl, lo que pasa es que no tengo dóllares, tú sabes, se gasta mucho en el viaje, la vaina está muy jodida, Raúl. Por eso, no te preocupes, Yoanita va preparar suficiente comida para la semana. Está bien…¿y el miche, cómo hacemos con el michito y la verga? Despreocúpate también, ya destilé cinco litros, quedó mejor que el de Pablito...risas. Bueno, sí es así te acepto la invitación. Coño chamín, te agradezco que me acompañes, tú sabes que no puedo manejar de noche porque estoy medio cegato y me urge ir.       

Por eso estoy aquí. Llegamos sin problemas, el carro subió la alta sima sin presentar ninguna falla; no recalentó, ni los frenos echaron vaina. Esa noche en medio de la cena no faltó el tema de actualidad, el que tiene la tasa de nombramientos por segundo más alta en la corta historia de la humanidad: el Covid-19. Qué si los mutantes brasileños, que son dos veces más perversos que la cepa original, qué sí las estadísticas, que se están ocultando datos en el país,…que no es como lo pintan, que es una simple gripe… Le pregunto a Miguel: ¿Qué hacemos si nos contagiamos en la playa?...pues nada porque a mí ese bicho ya me picó y a Ale también, y no nos pasó nada. Bajo aquel sincero comentario se me formó un tarugo en la garganta con la pasta que estaba saboreando. De inmediato confiesa Raúl, pues yo no sé si lo tengo o no, porque a Yoanita le dio positivo la prueba, pero ella inmediatamente compró lo que recomiendan y todos tomamos el tratamiento por prevención, yo me siento bien. Vi los ojos enrojecidos de Raúl y dije para mis adentros “andas con el virus, muérgano”.  ¿Y hace cuántos días se hizo la última prueba Yoana?...hace una semana, pero no nos preocupamos porque esas pruebas que aplican allá no sirven para nada, algunos salen positivo y no sienten nada, a otros que se sienten mal les da negativo, de verdad no entiendo…¿Qué opinas tú, Miguel?, le dice Raúl a su hermano médico con más de cincuenta años de experiencia en el ramo…pues yo no sé, mientras más se preocupe uno más rápido se jode; le echa un fuerte chupón al cigarro que lo estaba deleitando, suelta una bocanada gris hacia el techo y celebra con una de sus típicas carcajadas. No comenté absolutamente nada, fui al baño, vi que mis ojos también estaban enrojecidos y me dije al espejo “te jodiste, quién te manda a ser tan confiado”. Recordé que los vidrios traseros del carro los habíamos subido durante el viaje, que en la entrada de Tucacas nos echamos dos lamparazos en dos copitas compartidas del michito que yo llevaba, que había tomado agua y café del mismo vaso, que conversamos mucho frente a frente, que brindamos de nuevo al llegar…

Empezó mi martirio, esa noche no pude dormir bien, armé viaje de regreso al otro día,…una infinitud de ideas flotaban en mi mente. Sin embargo, en la mañana tampoco mencioné nada y tuve que salir a contemplar el mar desde la azotea durante una hora, para apaciguar la angustia acumulada. Las gaviotas revolotearon sobre mí, unas, mientras otras levitaban sobre el horizonte; los buchones, en picadas rompían la azulosa tela marina y los recolectores de chipichipi y guacucos iban sumando sus encuentros del fondo que auscultaban. Analicé la situación y entendí que sí ya tenía el bendito virus encima, incrementar el estrés bajaría mis defensas y el efecto podría ser nefasto. Opté por quedarme tranquilo y nos instalamos bien temprano en la playa del Parque Nacional de Morrocoy. Nos esperaba la misma palmera con su sombra móvil claramente definida sobre la arena y el mar en absoluta tranquilidad. Vi en la playa un remanso de paz que contagiaba su serenidad. Lo tomé como un buen signo. A partir de ese momento me sumé al goce y al disfrute.

Compartimos inquietudes, de nuevo las copas de licor, los cuentos de los niños vendedores de sombreros salieron a relucir, las ocurrencias de Miguel nos entretuvieron un buen tiempo, su caída de la silla, luego la mía. Y así disfrutamos de la playa todo el día. Al siguiente, empezaron los preparativos del viaje de regreso, surtimos gasolina sin problema, aunque consideré que no era suficiente, porque sólo se llenó la pinpina por la mitad. Miguel le dio 20 de los verdes a Raúl para la compra del mero del almuerzo y en vez de eso nos fuimos a comprar las cervezas del día; y le llegamos con una merluza grande y fresca que él confundió con un peje sapo marino; eso se convirtió en el chiste del día.

El inquilino de Raúl retiró sus enseres del apartamento, cerraron el contrato -motivo principal del viaje- y no quedó tiempo de volver a la playa como se había planificado. Así que nos instalamos en la piscina, preparamos exquisitos platos del almuerzo y la cena al mismo tiempo, mientras dejábamos colar las espumosas a cada instante.

Les relaté a Miguel y Ale, el caso de la ratatouille y nos reímos por un instante más de la anécdota. Durante el viaje anterior, Raúl y yo nos instalamos en el asadero de la piscina. Colocamos cuatro longanizas y una pechuga en la brasa medio prendida dejada por un vecino. Estuvimos pendiente, soplando la brasa y volteando los chorizos como es debido. Mientras dejé a Raúl de chef, subí al apartamento a buscar algunos enseres que hacían falta; de regreso, fuimos a voltear la parrilla y ¡tremenda sorpresa!, la comida había desparecido y Raúl no se había movido de su silla. Echamos manos del método científico y empezamos a lanzar hipótesis por los aires a fin de explicar lo sucedido; por 20 minutos no logramos elaborar un modelo apropiado de lo acontecido. Entonces, escrudiñamos cada milímetro de la piscina y fue cuando encontramos la causa del problema. Debajo de la otra parrilla apagada, escondida, bien detrás de las brasas que le servían de escondite, en la penumbra del rincón, relampagueaban dos ojitos minúsculos mientras su portador saboreaba, sin prisa ni preocupación alguna, nuestras longanizas y la pechuga de pollo medio asada que estábamos preparando en el fogón del lado. Por supuesto, corrimos la ingeniosa rata fuera del edificio y retiramos las presas todas mordisqueadas. ¡Esa noche nos quedamos sin comida! Entre risa y risa y más risas, terminamos con las frías.

Muy temprano los mensajes de la mar me alertaron que era hora de partir.  Entre el desayuno y la resaca se fueron evaporando los minutos y a las once sí creí que estábamos saliendo. Mientras terminaban de hacer las maletas y despertaban a Ale, quité el papel ahumado de los vidrios, acumulado por el viaje de ida y el salitre de la playa. Siempre he sido cuidadoso con la visibilidad en los viajes. Casi arrancando, pregunto: ¿cómo estará el agua y el aceite?...deben estar bien, ¿qué tal sí los revisamos?...bueno, lo que pasa es que tengo que quitar el candado de la cadena por debajo y  eso cuesta un poco, pero está bien vamos a revisarlo. El agua del radiador a buen nivel, y de aceite sólo le faltaba litrico y medio al motor; yo, a pepa de ojo ya había revisado el aire de los cauchos. Me sentí seguro, el bondadoso Accent estaba en forma otra vez. ¡Partimos! Nos invadieron otros mensajes de WhatsApp: “¡Coño!, cómo se van a venir tan tarde, mire que el carro no tiene buenas luces para la neblina del páramo, y qué van hacer sí les llueve por el camino, agarren la otra vía, más larga pero más segura”. Raúl había sacado muy bien sus cuentas, como buen señor de la física que es -formado en el Tecnológico de Monterrey- y él conoce al detalle su apreciada máquina; sí en el viaje de ida llegamos a Tucacas con suficiente gasolina, ahora de regreso con media pinpina menos, seguro que llegamos a buen destino, me decía. Sin embargo, contrasté mis conocimientos sobre la transformación y aprovechamiento de la energía en las máquinas térmicas, con los suyos. De ida, partimos de 1.700 metros de altura y ascendimos hasta 3.700 metros, la parte más elevada de esa vía; por consiguiente, sólo se gastó gasolina en ese ascenso de 2.000 metros; sin embargo, de regreso tendríamos que gastar gasolina para ascender 3.700 metros y luego bajar hasta Mérida. Así que necesitamos gasolina extra para 1.700 metros de altura con elevadas pendientes. Aunque, también dándome un poco de ánimo me dije: pero, si llegamos a Tucacas con un poco menos de medio tanque, por supuesto que la gasolina que tenemos, alcanzará justo para subir la última cuesta de la entrada de Mérida. ¡Raúl conoce muy bien su ingenio automotriz!, además, muchísimas veces ha recorrido el mismo trayecto, seguro que le alcanza hasta para llegar a la casa, aunque sea con el tanque seco. Dejé la angustia, que ya empezaba a acumular y que me daba picazón.

A medio camino, Raúl intentó completar el tanque, pero el cambio con billetes verdes no lo permitió. Era la única bomba abierta que encontramos ese domingo. Retomamos el viaje, amenizado con los cuentos de Miguel. Raúl acostumbra a manejar a toda máquina por el canal lento de la autopista. De pronto observo, cómo un autobús en retroceso y a elevada velocidad, se va acercando peligrosamente a nosotros por el canal lento. Pego el grito desde atrás de “¡para, para, para!” y con el oportuno frenazo y giro al canal rápido nos los quitamos de encima; el autobús siguió retrocediendo muy veloz, y en un tris lo perdimos. Todos nos fuimos hacia adelante y Ale, quien venía acostado ocupando casi todo el puesto de atrás, cayó al piso; además, el giro brusco nos lanzó hacía la derecha.  Con tan singular y apropiada maniobra del desempeño mecánico presenciado de mi amigo, repasé de nuevo mis conocimientos teóricos prácticos sobre la primera y segunda ley de Newton, y aquellos de la relatividad de los sistemas de referencias en movimiento.  Pensé: “menos mal que no se concretó la experiencia de conservación de la cantidad de movimiento lineal entre dos masas con valores tan diferentes”, porque el amasijo resultante hubiera sido testigo mudo del choque inelástico acontecido. No pasó de un simple susto, de esos a que uno está expuesto en los viajes. Sin embargo, minutos después me empezó una leve picazón en los brazos, pero me rocié un poco de alcohol y desapareció. 

Rumbo a Acarigua para dejar a Miguel y Ale. Allá vertimos en el tanque el medio bidón de gasolina que habíamos llevado. Aunque estaba muerto de la sed por la resaca, no pedí agua para mitigarla por el miedo al covid; mantenía íntegra la preocupación, a pesar de no demostrarla. Dejamos a la familia en su hogar y nos lanzamos en búsqueda de las montañas cuanto antes. Cuando llegamos sin percances a Barinitas a las seis y media de la tarde, escuché lo que esperaba desde hacía rato de Raúl: “Bueno chamo, te toca”. Bajando la concavidad de Barinitas, inmediatamente nos sentimos cerca de casa.  Poco a poco la penumbra nos fue arropando y llegó el momento de pasar el suiche de las luces. Ya sabía lo que me esperaba, mi querido amigo Raúl me lo había advertido. Me parecen que están mejor que la última vez, le comento…sí, las medio arreglé, me responde. Parece que alumbran más, le repito, con ganas de darme ánimo. Cuando la noche subió el telón por completo, aparecen dos haces amarillentos, débiles y delgaditos -cual rayo láser de apuntador-, orientados hacia el centro del canal derecho; hago el cambio y observo que se cruzan muy arriba de la carretera. De nuevo, repasé la máxima de Raúl: “Si sigues la raya blanca, no hay problema, eso sí,…no la pierdas”. Mis bastones tenían dos años que no experimentaban estas nuevas sensaciones y tuve que esperar un rato hasta que hicieran el reacomodo de rigor, y apareció en escena la bendita raya blanca en algunos tramos de la carretera. Entre enceguecimientos y absoluta oscuridad avanzamos muy despacio, sacándole el cuerpo al barranco de los lados. Algunas veces nos ayudaban las brillantes luces de los postes de los caseríos. Llegamos a la alcabala en completa oscuridad y aproveché para limpiar el parabrisa, los faros y mis lentes. Hasta pensé que la poca visibilidad se debía a los cristales medio sucios de mis lentes. Funcionó, veía mejor. El carro, por igual, respondía bien en las subidas.

Veníamos super contentos repasando los acontecimientos vividos, cuando en una de las próximas curvas que tomamos con fuerte pendiente, el generoso y solidario Accent echó la primera corcoveada; Raúl me dice de una vez “choléalo fuerte pa’ que se enserie y no se apague”, y nada…se apagó. Paso el suitcher y prende, lo ensegundo, responde bien, y seguimos poco a poco. En Santo Domingo comenzó a fallar de nuevo, pero dio tiempo de orillarnos. Entonces empecé a preocuparme, ahora no sólo por las luces, sino también por la falla; sin embargo, seguimos. Mi gran preocupación era pasar la noche en el alto páramo a cinco grados de temperatura, porque el carrito no pudo ascender más. Pero no, no pasó nada, de pronto la falla desapareció y nos enrumbamos con tranquilidad hacia La Laguna de Mucubají. Como estuvo completamente despejado y había muchos ojos de gatos a los lados de la vía, pudimos avanzar con rapidez. La noche estaba espectacular y pude de un fugaz vistazo, para no perder la raya blanca, presenciar la majestuosa Vía Láctea desplegando todo su esplendor. Tuve la impresión de parar, más, sin embargo, viendo que el carrito estaba respondiendo bien, prescindí del magno espectáculo. Agradecí a la vida, por permitirme de nuevo presenciar la inmensidad del mar y la infinitud del Universo.

 Empezamos el descenso y nos percatamos que el tanque estaba bien abajo y el olor a gasolina se había acentuado. Estudiamos una estrategia de ahorro: apagar el carro y aprovechar la atracción del campo gravitacional terrestre para convertir la energía potencial acumulada durante la subida, en energía cinética de desplazamiento en la bajada. ¿Se podrá?, le pregunto a Raúl…claro que sí, no hay problema, lo pones en neutro y lo dejas rodar, yo lo hago en Mérida. Lo hice, pero surgió un problema adicional: rodando apagado, el alternador no manda corriente y se consume la energía de la batería; y bajo estas condiciones, la intensidad de las luces disminuye. Ahora sí nos agarró la pelona, pensé. Sin luz, sin gasolina, sin batería, con la falla pegada…y con el covid encima. No sé por qué, recordé a mi querida Mamá cuando Alex y Néstor me buscaban en mi rancho de la calle El Tubo para dar nuestros paseos nocturnos por la Orilla del río de San Carlos; al momento de salir, invocaba a todos sus santos: “Dios me lo bendiga y me lo favorezca, la Virgen de la Coromoto me lleve con bien, San Gregorio bendito me lo cuide, San Benito bendito cuidame a tu tocayo,  benditas ánimas del purgatorio llevámelo con bien, San Marcos de León aflojale el corazón al que se vaya a meter con él…”; a lo que Nestor decía: “qué moyeja Evelina, con esa tropa que nos enviaste, quién nos va joder”.

Así rodamos un largo tramo -como de sesenta kilómetros-, apagando y prendiendo, con poca luz y cada vez menos gasolina, sorteando las fuertes curvas parameras. Mis hombros empezaron a entumecerse y los brazos a picarme de nuevo, y como tenía las manos ocupadas, no podía rociarme con alcohol.  Atravesamos San Rafael y Mucuchíes apagados. En Mucuchíes, Raúl se encarga del carro y maneja un pedazo a fin de cholearlo y emparejarlo; en la fuerte curva de la salida, se le pierde la raya blanca y se lanza a la orilla del precipicio; como pude, de un templón le giré el volante al contrario y retomamos la vía en penumbras. Al Chama bien abajo, en su sereno cauce de montaña, los dejamos esperando. Raúl ni cuenta se dio, hacía dónde se dirigía. Retomé la función.   

Más abajo, apareció de nuevo la falla y aunque seguí los consejos de Raúl, quien conoce bien su carrito, no obstante, nos quedamos en la fuerte curva de La Toma. En ese momento experimenté cómo se hiela la sangre, no por el frio de la noche, sino por el peligro de la vía. Todos cagaos nos bajamos, y Raúl rápidamente sube el capó; revisamos por encima y todo bien. Raúl hace un certero diagnóstico y me comenta: “chamín, son las bujías, pero hay un problema, se me olvidó el extractor, si no, ya las estuviera sacando y limpiando”. En eso nos pasa por un lado un camión que casi nos avienta contra la montaña y me cago más. Móntate rápido y trata de prenderlo, le digo. No prende por nada del mundo, y como veo que a lo lejos otras luces se acercan, me ubico antes de la curva a hacerle señas con el celular; éste tomó bien su canal, pero nos rebasó a toda máquina. Un domingo, a las nueve de la noche en pleno páramo, nadie se expone a auxiliar un accidentado. Me doy cuenta que estamos cerca de una pendiente de bajada, Raúl se sube y yo, invocando a Hércules, y recordando que “fuerza es igual a masa por aceleración”, pude mover unos cuantos metros la agotada máquina. Prende, arranca, y a toda carrera trato de alcanzarlo pendiente abajo con las dos esferas atravesadas en la garganta, a dos mil quinientos metros de altura en pleno páramo helado merideño dominado por la oscurantina de la noche. En ese preciso momento recordé una de las frases más famosas de Mamá: “El que le gusta el huele, le gusta el yede”.

Llegando a Tabay me volvió el alma al cuerpo. Muy cerca en kilometraje de nuestro destino, pero muy lejos en combustible. Las energías se estaban agotando, tanto la del carro como la mía; mi aguja marcaba muy por debajo de la reserva, casi al desplome. No creo que lleguemos Raúl,…¡claro que sí, tenga fe chamín!, me responde. A diez kilómetros de la entrada se enciende el sensor de combustible y empieza a titilitar sin piedad; apago de inmediato y seguimos rodando poco a poco porque las pendientes se estaban acabando; entre apagones y arranques consecutivos atravesamos el Mucujún y empezó la fuerte y última subida para alcanzar la entrada; en la penúltima curva, a cien metros de la ciudad, el sensor dejó de titilar y el carrito echó su último suspiro y se detuvo, aunque me dio tiempo de zumbarlo hacia la orilla. Hasta ahí llegamos. ¡Casi, por un poquito¡, aunque veníamos cruzando los dedos y fustigándolo con insistencia, hasta ahí llegó. La noble máquina, nos trajo finalmente a nuestro destino. ¡Tremenda proeza! Raúl, preocupado y frustrado por no haber alcanzado la meta, le zampa diez cholazos seguidos tratando de exprimirle la última gota de gasolina, y nada que pudo. En minutos llega Yoana con el auxilio de cinco litros de gasolina y al saciar su sed, el carrito recobró su humilde personalidad. Serenito subió los cien metros que faltaban y me llevan a mi residencia.  

En el corto trayecto, sentado de pasajero, al Yoana tomar el control, se acentuaron mis preocupaciones y la película vivida pasó a máxima velocidad. Se reforzaron mis temores con el covid y sentí los primeros puyazos sobre la espalda y el pecho. Al llegar al portón de la residencia, saco de prisa mi maleta y sin despedirme me alejo de los carros. Escucho el grito “¡epa, pa’ dónde va usted con esa maleta!”. La regreso, Goya y Emy toman la mía, entrego la de Raúl y salgo disparado al apartamento. Me salvé de ésta, pensé. Agotado, con los brazos a reventar, la cintura deshecha, las piernas entumecidas, los ojos desorbitados, los pensamientos desordenados, entendí al carrito de Raúl; estaba deshidratado, no había probado una gota de agua en todo el trayecto. Sacié mi sed. Me echo un chapuzón de agua fría para calmar la rara sensación que se estaba disparando y salgo. La espalda, el pecho y los brazos se brotaron con una fuerte erupción y me empezó la sensación mas desagradable que jamás haya experimentado en la vida. Dolor, picazón y ardor se entremezclaron con otra sensación aún más desagradable, brutal, indefinible. Era insoportable e incontrolable lo que sentía. No podía permanecer quieto, ni parado, menos acostado y tenía que moverme por todo el apartamento como cualquier chiflado sin rumbo definido. Emy, aspirante a psicóloga me dice: “es un cuadro típico de estrés, papi, recomiendan compresas de agua fría”. Me senté en la cama, y mientras Emy y Goya me aplicaban las compresas, entré, como pude, en estado de meditación profunda. Me dije: aplica lo aprendido en años, concéntrate, relájate, tranquilízate, contacta tu mundo interior, organiza tu organismo y serénalo, reubica tus fluidos y armoniza tus pensamientos. Tienes fortaleza para vencer lo desconocido. ¡Hazlo!

Dos horas seguidas estuve con las compresas, mientras mi mente fue retomando el control del organismo. Había caído en estado de pánico, el suiche de un episodio de ansiedad se había disparado, y no lo sabía. Al sentir que recobraba la vida y tomar la cama, el sueño y el agotamiento me dominó de inmediato. Entonces, viví la segunda parte de la desagradable escena, porque sentía que estaba profundamente dormido y lo recién experimentado se disparaba de nuevo cuando se accionaban infinitas teclas repartidas por todo mi hipersensible cuerpo. Las teclas accionaban millones de millones de partícula indescriptibles e indescifrables que se incrustaban en la piel de mi tórax, y aunque trataba de despertar, no podía. Al mediodía, el cansancio persistía su presencia en mi agotado ser, aunque el episodio de pánico había desaparecido por completo. Dos semanas estuve con la desagradable sensación de estar contaminado. No sé si tuve covid. Hoy en día me encuentro restablecido, sólo acompañado de los achaques soportables de la edad.

Recibo un mensaje de Raúl: “prepárate chamín, en dos meses estamos de regreso”.  

 

 Acto III

La confortable nave último modelo de Yoana se portó excelente, no hay nada que contar. Se baja el telón.

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