Aventura y desventura
de
dos físicos viajeros
A Raúl Echeverría, compañero de viaje.
Acto I
Al fin, el olor a mar de suave brisa liberada de sus entrañas lejanas hace presencia en mi ser. Columnas fugaces de palmeras compiten entre sí en el fondo del oleaje reventado en infinitas perlas blancas y cristalinas, suspendidas por segundos extendidos sobre el rojizo redondel que emana de la tarde, que lentamente se disipa. El jugueteo de las palmeras agota su introito en la escena playera indicando que nos enrumbamos a nuestro destino final. La tarde está fresca, quizás un poco más que de costumbre a pesar del agotamiento del largo viaje desde tierras tan lejanas; pudo ser también la suave sensación de la montaña que dejamos, que aún hace presencia en mis sentidos para mantener el equilibrio orgánico. Tarde dócil y fresca, que incita a libar las primeras espumosas en la taguara de costumbre a orilla de la vía; previamente, nos metimos dos lamparazos del mejor miche andino que nunca antes había saboreado, para entonar el cuerpo y aclarar la garganta, aunque el canto no lo he practicado ni me llame la atención; pero la larga conversa que nos esperaba esa noche, sí merecía unas cuerdas vocales bien preparadas.
Entre el rumor cercano del oleaje
salpicando nuestros sentidos y la agradable sensación de agudos choques de
botellas, festejando el final del viaje, el tiempo empezó a ralentizar su apuro
y entramos en zona de completo relax. La noche se acorta compartiendo vivencias
con Raúl, por las innumerables historias con fino detalle que va hilvanando a
medida que asoman en su espléndida y nítida memoria. Muchas han sido anécdotas
ya contadas y recontadas en similares circunstancias, aunque siempre matizadas
con las ocurrencias del momento; otras, más recientes, también se asoman en la
sabrosa tertulia que ya había agarrado cuerpo. Por momentos, añoramos la rockola
del Chino, con su larga lista de rancheras; pululan los recuerdos de las
copas libadas en el claro oscuro impregnado de vaho de cerveza y humo en el Prado
Verde de aquellos lejanos tiempos de primera juventud; estuvo también
presente El Rincón del Tango convertido en Oficina para disimular
reuniones extra cátedra en segundas épocas; comparto de nuevo mis anécdotas,
historias, chistes y ocurrencias vivenciadas con mi compadre Gerardo por los
sitios nocturnos de la ciudad… Y como la noche avanza hasta el cierre obligado
de la taguara, no nos queda otra que terminar de llegar a nuestro destino para
retomar lo pendiente. Sin embargo, el agotamiento del largo viaje no dio para
tanto.
La fresca y fuerte brisa colada por
los ventanales abiertos de par en par, reforzó el compromiso que tenía de
contemplar el amanecer de aquel grandioso día de perenne oleaje estallando
sobre las arenas de la playa. Lo pude hacer, y tal como lo había programado se
cumplió. Antes de partir, ya había investigado la dirección de salida de
aquella concha dorada que deshilacha al horizonte en largas trazas carmín al
amanecer; y que luego se levanta sin premura hacia el elevado cenit radiando su
energía hasta los confines mismos del paisaje marino; luz radiante penetrando
por todos los intersticios de aquel panorama costero sin igual, de escasos
claroscuros e intensos reflejos brillantes en contraste con los matices
azulados de mar y cielo.
Cada día, en esa incomparable
localidad, fue diferente; un rato ayudando a Raúl a realizar los arreglos
programados del apartamento, otro, buscando el pescado del día, de nuevo en la
playa recibiendo las bondades del sol caribeño, una y otra tarde más en la
piscina; un nuevo día, visitando los pueblos vecinos. Otro completo tratando de
arreglar los frenos del carro. De este modo, entre tertulia, playa, cervezas y
trabajo en el apartamento, transcurrió nuestra estadía de dos semanas de
completo relax.
Llegó el momento de retorno y
emprendimos el viaje a las 10:30 am. Me tocó manejar todo el trayecto porque
Raúl lo había hecho antes, y además no estaba en condiciones. Después de quince
días, como los experimentados, cualquier hígado en desempeño extremo se pone a
reventar y el amargo de la bilis impregna las papilas; y eso le pasó a mi amigo
Raúl por el exceso del licor libado, la comida condimentada y el embrujo de la
mar. Partimos, con los frenos peores que en el viaje de llegada. De ida, se
recalentaron tanto con las pendientes del páramo, que tuvimos que hacer varias
paradas antes de entrar a Barinitas; pero, llegamos a Tucacas con el traqueteo
parejo cada vez que se aplicaban. Intentamos hacerle una revisión antes del
regreso, pero la parranda y la falta de formas de pago con tarjetas, impidió
hacerlo.
Y así mismo, o en peores
condiciones, regresamos. Nos dimos aliento: “lo que no hace un físico, no lo
hace nadie”; “sí, para eso somos dos buenos físicos jubilados, vamos a
darle”. Hicimos un rápido diagnóstico de la situación, estudiamos las
posibilidades de quedarnos accidentados o no a media carretera, y optamos por
la vía de la panamericana para obviar las fuertes pendientes del páramo; nos
dijimos confiado: “llevamos herramientas de sobra hasta para desarmar el
motor completo y volverlo a remontar, sí es que hace falta; démosle plei”.
Así fue, amparados en nuestra pericia y la confianza absoluta que Raúl tiene en
su Accent, que nunca lo ha dejado varado en la vía, arrancamos a media mañana
con el sol empezando a preparar las playas a los turistas que recién estaban
llegando. Como elegimos la vía plana para el regreso, me sentí relajado y más
confiado al frente del volante.
Entonces afloraron los recuerdos
inmediatos de las últimas vivencias. Recordé el momento cuando Raúl,
trastabillando llega a la orilla de la playa y se mete; una ola, de esas que
les gusta echarle broma a los más vejucos con tres buenos tragos de licor
encima, se retrae y lo arrastra consigo, dándole tremenda revolcada, mientras
los turistas que presenciaban la escena no paraban de celebrar; cuando veo
aquel festín, me levanto y
trastabillando también, como pude, llego y paro a mi querido amigo que estaba
confundiendo el agua de mar con el agua de coco saturada de un doce años. Llega
la segunda o la tercera ola y las cuatro patas adjuntadas no impidieron de
nuevo el revolcón, y en esta ocasión fuimos los dos. Como pudimos, alcanzamos
la orilla, mientras nuestros amigos playeros esbozaban sendas sonrisas desde
sus toldos. Como dos buenos físicos que éramos, estudiosos del oleaje de mar y
las ondas de materia de De Broglie, pensamos que, debido a la elevada amplitud
de las olas por el fuerte viento que soplaba, la alta frecuencia con que se
rompían en la orilla, por la intensa irradiancia de la tarde, la pérdida del
equilibrio por culpa del viejito Parra, más otras consideraciones más mundanas
que científicas, acordamos que ya era hora de contemplar la playa desde
lejitos; así que, acompasamos el susurro de la mar con tres ronquidos de los
nuestros, y en media hora estábamos repuestos para el retiro a casa.
Pero eso no fue nada Raúl, le digo,
mejor es la anécdota de los dos niños vendiendo sombreros y grillos elaborados
con hojas de palma de coco. Los niños nos ofrecen sus artesanías y detallo el
fino entramado de tiras de palma en el sombrero y en el grillo. Raúl quería un
sombrero para su amada esposa y regateó con los niños, pero la compra no se
pudo concretar. A los tres días, de nuevo la misma historia, los niños ofrecen
sus productos, y Raúl regatea un poco más. Uno de los niños le dice al otro: “vámonos,
este señor me salió con el mismo cuento del jueves”, a lo que Raúl le
responde entre risas: “no sería yo, ese fue otro, yo acabo de llegar de las
mayamis”. “Claro que sí, señor, fue usted, no sea embustero, usted es el
mismo señor de las piernas llagosas”, “¿yo?” dijo Raúl, mientras
extendía sus piernas sobre la blanca arena, y con un “claro que sí, mírese
las llagas que tiene por detrás” lo increpó el niño mientras se retiraba
medio molesto. Raúl fue identificado por sus “piernas llagosas” full
de perdigones recibidos por andar de guarimbero en las recientes
manifestaciones de la ciudad, y los niños lo etiquetaron con ese término por no
comprarles el producto que le ofrecían. El joven que se acercó a ofrecer el
menú del restaurant del lado y que no paraba de reír con las ocurrencias de los
carajitos, aprovechó para ofrecernos un par de chicas de compañías, pero
al ver que los niñitos decían “no les traigan nada, esos son unos llagosos”,
desistió también cuando Raúl volteó la pierna afectada.
Entre cuentos y comentarios
llegamos a Barquisimeto en un cerrar de ojos. Por autopista poco se frena, de
modo que el desgaste se reduce; sin embargo, el traqueteo continuaba y hasta me
parecía que se había acentuado, aunque Raúl me animaba con el “vamos bien,
chamo”. En la recta de Carora al Central Azucarero, empezó otro ruido,
uno diferente que asociamos con la caja; completamos el aceite que faltaba y
seguimos. Otra parada más para estirar las piernas, saborear una sabrosa arepa
de carne y continuar. Todo bien, hasta que se desprendió el palo de agua con
fuerte viento que impedía transitar con facilidad por el barrial de la
carretera y el empañamiento de los vidrios. Se acentuó de nuevo mi inquietud
con los frenos, porque el frenado se hizo más continuo con las curvas hacia la alcabala
de Aguas Viva y el traqueteo se había incrementado. Entre frenazos con
chirridos y traqueteo, alcanzamos Caja Seca con la caída de la noche. La
oscuridad sumó a mi angustia otra preocupación: las luces no servían, solo uno
de los focos alumbraba y lo hacía donde no debía. Raúl no podía manejar por sus
limitaciones visuales y me tocó continuar con el trajín. Al Vigía llegamos de
milagro, con los hombros entumecidos y los ojos a reventar. Nunca antes mis bastones
habían extremado tanto su función visual nocturna; hasta se atrevieron a
alumbrarme el último tramo del camino a Mérida. Ya me sentía con un sexto
poder; casi podía ver una carretera negra sobre la oscurantina de la
vía; ¡bendito cerebro mío!, ¡cómo admiro tus bondades! Mientras tanto, Raúl me daba
ánimos y me decía, “la cosa no es tan complicada chamo, sólo tienes que ir
por la línea blanca, eso sí, no la pierdas”. Y con esta bendita receta
seguimos. Pero unas veces como por acto de magia, la línea blanca se perdía y
sentía que flotábamos en una alfombra negra con alguno que otro cocuyo
titilando a los lados. Y de repente, la luz intensa que veía a lo lejos me
enceguecía y teníamos que parar. Al arrancar de nuevo, las pupilas se iban
abriendo más y más, hasta que sentía el par de cejas corridas hacia la frente.
Entre destellos esporádicos en sentido contrario y penumbra permanente, a toda
marcha y haciendo los cambios apropiados, empezamos a bajar el largo tobogán
de Las Gonzáles, mientras Raúl preocupado me manifestaba: “chamo, me vas
joder los frenos, dale suave, no me estás haciendo caso…”.
Al fin, se hizo de día, casi no
podía creerlo, la curva de Macros se avecinaba. Mis pupilas no
soportaban tanta intensidad, parecía que estaba en pleno mar a orillas de la
playa. La intensa luz de los faroles de la avenida y la próxima pendiente que
venía, nos salvaron la vida. Ahora mis pupilas, extra dilatadas necesitaban
relajarse un poco para impedir el encandilamiento. ¡Luz! Jamás había apreciado
tanto la luz en la vida; nunca antes había valorado tanto la función de la
pendiente de una carretera para llegar a feliz término. Teníamos luz de sobra y
ya no teníamos que frenar tanto. Nos salvamos de ésta, le digo a Raúl, y él
sonriente inmediatamente me responde: “de ésta,… y de otra también”.
Cruzamos hacia la calle 4 y
divisamos el portón de la casa. Aunque la pendiente era muy pequeña, la
bondadosa máquina ya no podía más, el estruendo fue tan grande que Yoana y las
muchachas salieron a ver que sucedía. Raúl se baja, se acerca a recibir el
saludo de su familia, y escucho cuando Yoana con su característica jocosidad
exclama: “pero Raúl, y cómo que usted no andaba con el otro mermaíto de
Arturo, mire como viene más negrito”. Me habían confundido. Metimos el
carro al estacionamiento y al apagarlo se sintió un fuerte ruido, tan grande,
que el carro se inclinó de un lado. Los frenos quedaron completamente desechos
y se soldaron al disco. ¡Pero llegamos!
En la despedida Raúl me dice: “chamo,
prepárate para la siguiente”.
Me costó dos semanas reponerme,
liberar la tensión muscular de hombros y piernas entumecidas, y equilibrar la
función visual. ¡Ahora ando de noche por la casa sin necesidad de prender la
luz!
Acto II
¡La mar! Cielo y mar mostrando sus azules. Mar y
brisa entonando melodías de verano. Las notas me cautivan y sus tintes extasían
mis sentidos. La mar. Serena espera las batidas de los vientos; sedada se
abandona sobre la blanca arena de la playa. A ratos juguetea con restos de
corales librados en la orilla, los bambolea y reacomoda, y los reubica en mosaicos
blanco ostra salpicados de salmón; a ratos, se acaricia con la fresca brisa y
recibe los códigos de altamar.
La mar está apacible esta mañana y
por eso la contemplo con insistencia. Preguntas persistentes revolotean en mi
mente. Tan cerca, me atrevo a escudriñar en sus secretos. ¿De dónde vienen tus
moléculas, mar de mares?, ¿Quién te vistió de ese colorido?, ¿Por qué el
horizonte suaviza tus tonalidades?, ¿Por qué jugueteas tantos con los vientos?,
¿Por qué ocultas en tus entrañas los misterios de la vida?, ¿Cómo inventaste la
arena de la playa?, ¿Cómo respondes a los reclamos de la Luna, mar? La reto a
que devele sus profundidades y extensiones, que revele sus orígenes, que diga
qué más hay, allá donde se pierde su presencia.
Me abstraigo de mis amigos por
instantes y me lanzo a contemplar la lejanía. La mar me cautiva con su
inmensurable belleza y me invita a sus espacios, al jugueteo con su oleaje y a
sentir la misma brisa que la abraza desde lejos. Esa misma mar y brisa que se
pasea por el Caribe me envuelven en la danza del oleaje. Por ratos me suelto en
sus regazos, invoco el eureka de Arquímedes y percibo sus mecidas sin
parar; y juego al salto de las crestas que revientan; a conocer su piso menos
profundo y apreciar el fulgor que impregnan sus espacios. Opto por la posición
rasante con vista al horizonte y capto los cambios alternativos de tonalidades
que atesoran sus intimidades: de azul profundo a azul turquesa transmutado a
verde claro y viceversa, mientras la irradiancia del mediodía sigue las
absorciones de una nube pasajera. Tan mágica visión jamás la había contemplado,
y al fin la pude saborear. Otro sublime encanto de la mar con capacidad de
impresionar nuestro ser interior y hacer que aflore la noble humanidad.
Siento que mi alma se apacigua y mis latidos
se acoplan al rompimiento del oleaje. Necesitaba con urgencia retomar el
equilibrio. Agua, brisa y sol es la bendición que envuelve la costa que
contemplo.
Aparezco de nuevo en la tertulia y
mi palma se encoge de lo frio; con la primera espumosa del día inicio el ritual
con salpiques de licor sobre la candente arena y compito con su sed; le gano,
antes que la última gota sea absorbida, ya el contenido de la botella se
encuentra en mis entrañas.
Estabas en trance, me dice Raúl.
Miguel, su hermano, y Ale, su sobrino, están retozando con las aguas. En éste,
nuestro segundo viaje, Raúl invitó a su familia. Entramos ayer a Acarigua por
ellos. El viaje fue seguro y sin percances, antes de la caída de la noche ya
estábamos ubicados en el apartamento. ¡Volví!, a pesar de lo anterior, acepté
la insistente invitación de mi querido amigo Raúl.
No tenía compañero de viaje y me
sentí en la obligación de retomar mi función. Claro, primero pregunté por las
condiciones del Accent. ¿Los frenos?...están bien, ¿los cauchos?...más de media
vida, no hay problema, ¿el repuesto?...debe tener aire; ¿sube con
fuerza?...sí…bueno…algunas veces como que no quiere,…pero sí, sí le pisas las
cholas, él sube; ¿las bujías?...están bien, hace días que no las limpio, pero
por si cualquier cosa me llevo el extractor y allá las limpiamos; ¿los
inyectores, desde cuándo no los limpias?...hace mucho, pero no te preocupes
tanto, él anda bien; ¿la gasolina, cómo hacemos con la gasolina?...estoy en la
cola y me falta poco pa’ ponerlo full, además ya tengo una pinpina con
veinte litros, full también…Mira Raúl, lo que pasa es que no tengo dóllares,
tú sabes, se gasta mucho en el viaje, la vaina está muy jodida, Raúl. Por eso,
no te preocupes, Yoanita va preparar suficiente comida para la semana. Está
bien…¿y el miche, cómo hacemos con el michito y la verga?
Despreocúpate también, ya destilé cinco litros, quedó mejor que el de
Pablito...risas. Bueno, sí es así te acepto la invitación. Coño chamín,
te agradezco que me acompañes, tú sabes que no puedo manejar de noche porque
estoy medio cegato y me urge ir.
Por eso estoy aquí. Llegamos sin
problemas, el carro subió la alta sima sin presentar ninguna falla; no
recalentó, ni los frenos echaron vaina. Esa noche en medio de la cena no faltó
el tema de actualidad, el que tiene la tasa de nombramientos por segundo más
alta en la corta historia de la humanidad: el Covid-19. Qué si los mutantes
brasileños, que son dos veces más perversos que la cepa original, qué sí las
estadísticas, que se están ocultando datos en el país,…que no es como lo
pintan, que es una simple gripe… Le pregunto a Miguel: ¿Qué hacemos si nos
contagiamos en la playa?...pues nada porque a mí ese bicho ya me picó y a Ale
también, y no nos pasó nada. Bajo aquel sincero comentario se me formó
un tarugo en la garganta con la pasta que estaba saboreando. De
inmediato confiesa Raúl, pues yo no sé si lo tengo o no, porque a Yoanita le
dio positivo la prueba, pero ella inmediatamente compró lo que recomiendan y
todos tomamos el tratamiento por prevención, yo me siento bien. Vi los ojos
enrojecidos de Raúl y dije para mis adentros “andas con el virus, muérgano”. ¿Y hace cuántos días se hizo la última prueba
Yoana?...hace una semana, pero no nos preocupamos porque esas pruebas que
aplican allá no sirven para nada, algunos salen positivo y no sienten nada, a
otros que se sienten mal les da negativo, de verdad no entiendo…¿Qué opinas tú,
Miguel?, le dice Raúl a su hermano médico con más de cincuenta años de
experiencia en el ramo…pues yo no sé, mientras más se preocupe uno más rápido
se jode; le echa un fuerte chupón al cigarro que lo estaba deleitando, suelta
una bocanada gris hacia el techo y celebra con una de sus típicas carcajadas.
No comenté absolutamente nada, fui al baño, vi que mis ojos también estaban
enrojecidos y me dije al espejo “te jodiste, quién te manda a ser tan
confiado”. Recordé que los vidrios traseros del carro los habíamos subido
durante el viaje, que en la entrada de Tucacas nos echamos dos lamparazos en
dos copitas compartidas del michito que yo llevaba, que había tomado
agua y café del mismo vaso, que conversamos mucho frente a frente, que
brindamos de nuevo al llegar…
Empezó mi martirio, esa noche no
pude dormir bien, armé viaje de regreso al otro día,…una infinitud de ideas
flotaban en mi mente. Sin embargo, en la mañana tampoco mencioné nada y tuve
que salir a contemplar el mar desde la azotea durante una hora, para apaciguar
la angustia acumulada. Las gaviotas revolotearon sobre mí, unas, mientras otras
levitaban sobre el horizonte; los buchones, en picadas rompían la azulosa tela
marina y los recolectores de chipichipi y guacucos iban sumando
sus encuentros del fondo que auscultaban. Analicé la situación y entendí que sí
ya tenía el bendito virus encima, incrementar el estrés bajaría mis defensas y
el efecto podría ser nefasto. Opté por quedarme tranquilo y nos instalamos bien
temprano en la playa del Parque Nacional de Morrocoy. Nos esperaba la misma
palmera con su sombra móvil claramente definida sobre la arena y el mar en
absoluta tranquilidad. Vi en la playa un remanso de paz que contagiaba su
serenidad. Lo tomé como un buen signo. A partir de ese momento me sumé al goce
y al disfrute.
Compartimos inquietudes, de nuevo
las copas de licor, los cuentos de los niños vendedores de sombreros salieron a
relucir, las ocurrencias de Miguel nos entretuvieron un buen tiempo, su caída
de la silla, luego la mía. Y así disfrutamos de la playa todo el día. Al
siguiente, empezaron los preparativos del viaje de regreso, surtimos gasolina
sin problema, aunque consideré que no era suficiente, porque sólo se llenó la pinpina
por la mitad. Miguel le dio 20 de los verdes a Raúl para la compra del mero
del almuerzo y en vez de eso nos fuimos a comprar las cervezas del día; y le
llegamos con una merluza grande y fresca que él confundió con un peje
sapo marino; eso se convirtió en el chiste del día.
El inquilino de Raúl retiró sus
enseres del apartamento, cerraron el contrato -motivo principal del viaje- y no
quedó tiempo de volver a la playa como se había planificado. Así que nos
instalamos en la piscina, preparamos exquisitos platos del almuerzo y la cena
al mismo tiempo, mientras dejábamos colar las espumosas a cada instante.
Les relaté a Miguel y Ale, el caso
de la ratatouille y nos reímos por un instante más de la anécdota.
Durante el viaje anterior, Raúl y yo nos instalamos en el asadero de la
piscina. Colocamos cuatro longanizas y una pechuga en la brasa medio prendida
dejada por un vecino. Estuvimos pendiente, soplando la brasa y volteando los
chorizos como es debido. Mientras dejé a Raúl de chef, subí al apartamento a
buscar algunos enseres que hacían falta; de regreso, fuimos a voltear la
parrilla y ¡tremenda sorpresa!, la comida había desparecido y Raúl no se había
movido de su silla. Echamos manos del método científico y empezamos a lanzar
hipótesis por los aires a fin de explicar lo sucedido; por 20 minutos no
logramos elaborar un modelo apropiado de lo acontecido. Entonces, escrudiñamos
cada milímetro de la piscina y fue cuando encontramos la causa del problema.
Debajo de la otra parrilla apagada, escondida, bien detrás de las brasas que le
servían de escondite, en la penumbra del rincón, relampagueaban dos ojitos
minúsculos mientras su portador saboreaba, sin prisa ni preocupación alguna,
nuestras longanizas y la pechuga de pollo medio asada que estábamos preparando
en el fogón del lado. Por supuesto, corrimos la ingeniosa rata fuera del
edificio y retiramos las presas todas mordisqueadas. ¡Esa noche nos quedamos
sin comida! Entre risa y risa y más risas, terminamos con las frías.
Muy temprano los mensajes de la mar
me alertaron que era hora de partir.
Entre el desayuno y la resaca se fueron evaporando los minutos y a las
once sí creí que estábamos saliendo. Mientras terminaban de hacer las maletas y
despertaban a Ale, quité el papel ahumado de los vidrios, acumulado por
el viaje de ida y el salitre de la playa. Siempre he sido cuidadoso con la
visibilidad en los viajes. Casi arrancando, pregunto: ¿cómo estará el agua y el
aceite?...deben estar bien, ¿qué tal sí los revisamos?...bueno, lo que pasa es
que tengo que quitar el candado de la cadena por debajo y eso cuesta un poco, pero está bien vamos a
revisarlo. El agua del radiador a buen nivel, y de aceite sólo le faltaba
litrico y medio al motor; yo, a pepa de ojo ya había revisado el aire de los
cauchos. Me sentí seguro, el bondadoso Accent estaba en forma otra vez.
¡Partimos! Nos invadieron otros mensajes de WhatsApp: “¡Coño!, cómo se van a
venir tan tarde, mire que el carro no tiene buenas luces para la neblina del
páramo, y qué van hacer sí les llueve por el camino, agarren la otra vía, más
larga pero más segura”. Raúl había sacado muy bien sus cuentas, como buen
señor de la física que es -formado en el Tecnológico de Monterrey- y él conoce
al detalle su apreciada máquina; sí en el viaje de ida llegamos a Tucacas con
suficiente gasolina, ahora de regreso con media pinpina menos, seguro
que llegamos a buen destino, me decía. Sin embargo, contrasté mis conocimientos
sobre la transformación y aprovechamiento de la energía en las máquinas
térmicas, con los suyos. De ida, partimos de 1.700 metros de altura y
ascendimos hasta 3.700 metros, la parte más elevada de esa vía; por
consiguiente, sólo se gastó gasolina en ese ascenso de 2.000 metros; sin
embargo, de regreso tendríamos que gastar gasolina para ascender 3.700 metros y
luego bajar hasta Mérida. Así que necesitamos gasolina extra para 1.700 metros
de altura con elevadas pendientes. Aunque, también dándome un poco de ánimo me
dije: pero, si llegamos a Tucacas con un poco menos de medio tanque, por
supuesto que la gasolina que tenemos, alcanzará justo para subir la última
cuesta de la entrada de Mérida. ¡Raúl conoce muy bien su ingenio automotriz!,
además, muchísimas veces ha recorrido el mismo trayecto, seguro que le alcanza
hasta para llegar a la casa, aunque sea con el tanque seco. Dejé la angustia,
que ya empezaba a acumular y que me daba picazón.
A medio camino, Raúl intentó
completar el tanque, pero el cambio con billetes verdes no lo permitió. Era la
única bomba abierta que encontramos ese domingo. Retomamos el viaje, amenizado
con los cuentos de Miguel. Raúl acostumbra a manejar a toda máquina por el
canal lento de la autopista. De pronto observo, cómo un autobús en retroceso y
a elevada velocidad, se va acercando peligrosamente a nosotros por el canal
lento. Pego el grito desde atrás de “¡para, para, para!” y con el
oportuno frenazo y giro al canal rápido nos los quitamos de encima; el autobús
siguió retrocediendo muy veloz, y en un tris lo perdimos. Todos nos fuimos
hacia adelante y Ale, quien venía acostado ocupando casi todo el puesto de
atrás, cayó al piso; además, el giro brusco nos lanzó hacía la derecha. Con tan singular y apropiada maniobra del
desempeño mecánico presenciado de mi amigo, repasé de nuevo mis conocimientos
teóricos prácticos sobre la primera y segunda ley de Newton, y aquellos de la
relatividad de los sistemas de referencias en movimiento. Pensé: “menos mal que no se concretó la
experiencia de conservación de la cantidad de movimiento lineal entre dos masas
con valores tan diferentes”, porque el amasijo resultante hubiera sido
testigo mudo del choque inelástico acontecido. No pasó de un simple susto, de
esos a que uno está expuesto en los viajes. Sin embargo, minutos después me
empezó una leve picazón en los brazos, pero me rocié un poco de alcohol y
desapareció.
Rumbo a Acarigua para dejar a
Miguel y Ale. Allá vertimos en el tanque el medio bidón de gasolina que
habíamos llevado. Aunque estaba muerto de la sed por la resaca, no pedí agua
para mitigarla por el miedo al covid; mantenía íntegra la preocupación,
a pesar de no demostrarla. Dejamos a la familia en su hogar y nos lanzamos en
búsqueda de las montañas cuanto antes. Cuando llegamos sin percances a
Barinitas a las seis y media de la tarde, escuché lo que esperaba desde hacía
rato de Raúl: “Bueno chamo, te toca”. Bajando la concavidad de
Barinitas, inmediatamente nos sentimos cerca de casa. Poco a poco la penumbra nos fue arropando y
llegó el momento de pasar el suiche de las luces. Ya sabía lo que me
esperaba, mi querido amigo Raúl me lo había advertido. Me parecen que están
mejor que la última vez, le comento…sí, las medio arreglé, me responde. Parece
que alumbran más, le repito, con ganas de darme ánimo. Cuando la noche subió el
telón por completo, aparecen dos haces amarillentos, débiles y delgaditos -cual
rayo láser de apuntador-, orientados hacia el centro del canal derecho; hago el
cambio y observo que se cruzan muy arriba de la carretera. De nuevo, repasé la
máxima de Raúl: “Si sigues la raya blanca, no hay problema, eso sí,…no la
pierdas”. Mis bastones tenían dos años que no experimentaban estas
nuevas sensaciones y tuve que esperar un rato hasta que hicieran el reacomodo
de rigor, y apareció en escena la bendita raya blanca en algunos tramos de la
carretera. Entre enceguecimientos y absoluta oscuridad avanzamos muy despacio,
sacándole el cuerpo al barranco de los lados. Algunas veces nos ayudaban las
brillantes luces de los postes de los caseríos. Llegamos a la alcabala en
completa oscuridad y aproveché para limpiar el parabrisa, los faros y mis
lentes. Hasta pensé que la poca visibilidad se debía a los cristales medio
sucios de mis lentes. Funcionó, veía mejor. El carro, por igual, respondía bien
en las subidas.
Veníamos super contentos repasando
los acontecimientos vividos, cuando en una de las próximas curvas que tomamos
con fuerte pendiente, el generoso y solidario Accent echó la primera
corcoveada; Raúl me dice de una vez “choléalo fuerte pa’ que se enserie y no
se apague”, y nada…se apagó. Paso el suitcher y prende, lo ensegundo,
responde bien, y seguimos poco a poco. En Santo Domingo comenzó a fallar de
nuevo, pero dio tiempo de orillarnos. Entonces empecé a preocuparme, ahora no
sólo por las luces, sino también por la falla; sin embargo, seguimos. Mi gran
preocupación era pasar la noche en el alto páramo a cinco grados de
temperatura, porque el carrito no pudo ascender más. Pero no, no pasó nada, de
pronto la falla desapareció y nos enrumbamos con tranquilidad hacia La Laguna
de Mucubají. Como estuvo completamente despejado y había muchos ojos de gatos a
los lados de la vía, pudimos avanzar con rapidez. La noche estaba espectacular
y pude de un fugaz vistazo, para no perder la raya blanca, presenciar la
majestuosa Vía Láctea desplegando todo su esplendor. Tuve la impresión de
parar, más, sin embargo, viendo que el carrito estaba respondiendo bien,
prescindí del magno espectáculo. Agradecí a la vida, por permitirme de nuevo
presenciar la inmensidad del mar y la infinitud del Universo.
Empezamos el descenso y nos percatamos que el
tanque estaba bien abajo y el olor a gasolina se había acentuado. Estudiamos
una estrategia de ahorro: apagar el carro y aprovechar la atracción del campo
gravitacional terrestre para convertir la energía potencial
acumulada durante la subida, en energía cinética de desplazamiento en la
bajada. ¿Se podrá?, le pregunto a Raúl…claro que sí, no hay problema, lo pones
en neutro y lo dejas rodar, yo lo hago en Mérida. Lo hice, pero surgió un
problema adicional: rodando apagado, el alternador no manda corriente y se
consume la energía de la batería; y bajo estas condiciones, la intensidad de las
luces disminuye. Ahora sí nos agarró la pelona, pensé. Sin luz, sin gasolina,
sin batería, con la falla pegada…y con el covid encima. No sé por qué,
recordé a mi querida Mamá cuando Alex y Néstor me buscaban en mi rancho de la
calle El Tubo para dar nuestros paseos nocturnos por la Orilla del río de San
Carlos; al momento de salir, invocaba a todos sus santos: “Dios me lo
bendiga y me lo favorezca, la Virgen de la Coromoto me lleve con bien, San
Gregorio bendito me lo cuide, San Benito bendito cuidame a tu tocayo, benditas ánimas del purgatorio llevámelo con
bien, San Marcos de León aflojale el corazón al que se vaya a meter con él…”;
a lo que Nestor decía: “qué moyeja Evelina, con esa tropa que nos
enviaste, quién nos va joder”.
Así rodamos un largo tramo -como de
sesenta kilómetros-, apagando y prendiendo, con poca luz y cada vez menos
gasolina, sorteando las fuertes curvas parameras. Mis hombros empezaron a
entumecerse y los brazos a picarme de nuevo, y como tenía las manos ocupadas,
no podía rociarme con alcohol.
Atravesamos San Rafael y Mucuchíes apagados. En Mucuchíes, Raúl se
encarga del carro y maneja un pedazo a fin de cholearlo y emparejarlo;
en la fuerte curva de la salida, se le pierde la raya blanca y se lanza a la
orilla del precipicio; como pude, de un templón le giré el volante al
contrario y retomamos la vía en penumbras. Al Chama bien abajo, en su sereno
cauce de montaña, los dejamos esperando. Raúl ni cuenta se dio, hacía dónde se
dirigía. Retomé la función.
Más abajo, apareció de nuevo la
falla y aunque seguí los consejos de Raúl, quien conoce bien su carrito, no
obstante, nos quedamos en la fuerte curva de La Toma. En ese momento
experimenté cómo se hiela la sangre, no por el frio de la noche, sino por el
peligro de la vía. Todos cagaos nos bajamos, y Raúl rápidamente sube el capó;
revisamos por encima y todo bien. Raúl hace un certero diagnóstico y me
comenta: “chamín, son las bujías, pero hay un problema, se me olvidó el
extractor, si no, ya las estuviera sacando y limpiando”. En eso nos pasa
por un lado un camión que casi nos avienta contra la montaña y me cago más.
Móntate rápido y trata de prenderlo, le digo. No prende por nada del mundo, y
como veo que a lo lejos otras luces se acercan, me ubico antes de la curva a
hacerle señas con el celular; éste tomó bien su canal, pero nos rebasó a toda
máquina. Un domingo, a las nueve de la noche en pleno páramo, nadie se expone a
auxiliar un accidentado. Me doy cuenta que estamos cerca de una pendiente de
bajada, Raúl se sube y yo, invocando a Hércules, y recordando que “fuerza es
igual a masa por aceleración”, pude mover unos cuantos metros la agotada
máquina. Prende, arranca, y a toda carrera trato de alcanzarlo pendiente abajo
con las dos esferas atravesadas en la garganta, a dos mil quinientos metros de
altura en pleno páramo helado merideño dominado por la oscurantina de la
noche. En ese preciso momento recordé una de las frases más famosas de Mamá: “El
que le gusta el huele, le gusta el yede”.
Llegando a Tabay me volvió el alma
al cuerpo. Muy cerca en kilometraje de nuestro destino, pero muy lejos en
combustible. Las energías se estaban agotando, tanto la del carro como la mía;
mi aguja marcaba muy por debajo de la reserva, casi al desplome. No creo que
lleguemos Raúl,…¡claro que sí, tenga fe chamín!, me responde. A diez
kilómetros de la entrada se enciende el sensor de combustible y empieza a titilitar
sin piedad; apago de inmediato y seguimos rodando poco a poco porque las
pendientes se estaban acabando; entre apagones y arranques consecutivos
atravesamos el Mucujún y empezó la fuerte y última subida para alcanzar la
entrada; en la penúltima curva, a cien metros de la ciudad, el sensor dejó de
titilar y el carrito echó su último suspiro y se detuvo, aunque me dio tiempo
de zumbarlo hacia la orilla. Hasta ahí llegamos. ¡Casi, por un poquito¡, aunque
veníamos cruzando los dedos y fustigándolo con insistencia, hasta ahí llegó. La
noble máquina, nos trajo finalmente a nuestro destino. ¡Tremenda proeza! Raúl,
preocupado y frustrado por no haber alcanzado la meta, le zampa diez cholazos
seguidos tratando de exprimirle la última gota de gasolina, y nada que pudo. En
minutos llega Yoana con el auxilio de cinco litros de gasolina y al saciar su
sed, el carrito recobró su humilde personalidad. Serenito subió los cien metros
que faltaban y me llevan a mi residencia.
En el corto trayecto, sentado de
pasajero, al Yoana tomar el control, se acentuaron mis preocupaciones y la
película vivida pasó a máxima velocidad. Se reforzaron mis temores con el covid
y sentí los primeros puyazos sobre la espalda y el pecho. Al llegar al portón
de la residencia, saco de prisa mi maleta y sin despedirme me alejo de los
carros. Escucho el grito “¡epa, pa’ dónde va usted con esa maleta!”. La
regreso, Goya y Emy toman la mía, entrego la de Raúl y salgo disparado al
apartamento. Me salvé de ésta, pensé. Agotado, con los brazos a reventar, la
cintura deshecha, las piernas entumecidas, los ojos desorbitados, los
pensamientos desordenados, entendí al carrito de Raúl; estaba deshidratado, no
había probado una gota de agua en todo el trayecto. Sacié mi sed. Me echo un
chapuzón de agua fría para calmar la rara sensación que se estaba disparando y
salgo. La espalda, el pecho y los brazos se brotaron con una fuerte erupción y
me empezó la sensación mas desagradable que jamás haya experimentado en la
vida. Dolor, picazón y ardor se entremezclaron con otra sensación aún más
desagradable, brutal, indefinible. Era insoportable e incontrolable lo que
sentía. No podía permanecer quieto, ni parado, menos acostado y tenía que
moverme por todo el apartamento como cualquier chiflado sin rumbo definido.
Emy, aspirante a psicóloga me dice: “es un cuadro típico de estrés, papi,
recomiendan compresas de agua fría”. Me senté en la cama, y mientras Emy y
Goya me aplicaban las compresas, entré, como pude, en estado de meditación
profunda. Me dije: aplica lo aprendido en años, concéntrate, relájate,
tranquilízate, contacta tu mundo interior, organiza tu organismo y serénalo,
reubica tus fluidos y armoniza tus pensamientos. Tienes fortaleza para vencer
lo desconocido. ¡Hazlo!
Dos horas seguidas estuve con las
compresas, mientras mi mente fue retomando el control del organismo. Había
caído en estado de pánico, el suiche de un episodio de ansiedad se había
disparado, y no lo sabía. Al sentir que recobraba la vida y tomar la cama, el
sueño y el agotamiento me dominó de inmediato. Entonces, viví la segunda parte
de la desagradable escena, porque sentía que estaba profundamente dormido y lo
recién experimentado se disparaba de nuevo cuando se accionaban infinitas
teclas repartidas por todo mi hipersensible cuerpo. Las teclas accionaban
millones de millones de partícula indescriptibles e indescifrables que se
incrustaban en la piel de mi tórax, y aunque trataba de despertar, no podía. Al
mediodía, el cansancio persistía su presencia en mi agotado ser, aunque el
episodio de pánico había desaparecido por completo. Dos semanas estuve con la
desagradable sensación de estar contaminado. No sé si tuve covid. Hoy en día me
encuentro restablecido, sólo acompañado de los achaques soportables de la edad.
Recibo
un mensaje de Raúl:
“prepárate chamín, en dos meses estamos de regreso”.
Acto III
La confortable nave último modelo de Yoana se portó
excelente, no hay nada que contar. Se baja el telón.
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