lunes, 17 de enero de 2022

Flojera e ignorancia

 

Nuestra supuesta flojera e ignorancia 

El Kerepakupai Merú

Sobre la siguiente afirmación de un connotado y conocido escritor:"Una de las cosas que está viviendo el país es la ignorancia y la flojera"; comento lo siguiente. Nos hemos acostumbrado a etiquetarnos de flojos e ignorantes y a divulgar que lo nuestro no sirve para nada. Recuerdo, por ejemplo, que no usaba aceite de motor VP porque el Shell o el Castrol eran los mejores; los cauchos nacionales no los compraba porque eran de mala calidad y se espichaban de nada. La opinión generalizada es que nuestra gasolina es pésima y daña los motores. Lo medicamentos genéricos es lo peor del mercado farmacéutico. La mejor ropa era la “mayamera” aunque la fabriquen en Colombia y desde ahí la exporten a USA; los zapatos fabricados aquí nunca los quise… Y así por el estilo.

    Me metieron el cuento por mucho tiempo, que los mejores productos alimenticios eran los de otras latitudes. Sin embargo, poco a poco se fue posicionando la industria Polar y se impusieron sólo aquellos que Mendoza fabricaba. La harina pan me hizo arrumar la máquina de moler maíz sancochao; que me olvidara de la arepa andina de harina de trigo, del plátano cocío y el asao, del ocumo, la yuca, la batata y el apio. El aceite vegetal me le quitó el sabroso gusto a la manteca derretida de mis fritangas. El arroz saborizado me le esfumó el sabor al arroz picao quemaíto que quedaba en el fondo de la paila que nos hacía mi mamá. Me cambiaron las dietas de mamá y la abuela. Me olvidé del fororo y la avena, y opté por el “cornfleic” en las mañanas. El aromático cacao del sur del lago lo reemplacé por el “todi” y el “nescao”. La “cocacola” destronó de mi sed el agua de coco verde y la aguita de panela con limón y hielo picao; el “nestí” también sustituyó al guarapo de panela caliente de mis cenas.  Aborrecí la chicha de arroz cuando probé los exquisitos batidos del “gran mol”. Entonces, me acostumbré a comer hamburguesas en tú sabes dónde, y dejé de extrañar la arepa de maíz pilao rellena con carne desmechada deshidratada a punta de sol. Y también cambié el maduro relleno de queso de año por un perro caliente del quiosco de la esquina. Y me volví indiferente frente a un casabe acompañando un sancocho de busco. Y el sabor de la cachapa empezó a saberme amargo porque el maíz de nuestras cosechas y que era malo y había que optar por el maíz transgénico. Las carabinas andinas envueltas en hojas de cambur quedaron para el recuerdo de “aquellos tiempos que no volverán”. Y las parrilladas nunca más las volví hacer en fogón de leña, porque para eso me compré tremenda parrilla eléctrica de alta potencia; adiós al fastidioso humo y la desagradable ceniza. Una navidad me dio por hacer hallacas en papel de aluminio; pero, eso, sí no lo soporté y retorné a la hoja de plátano; es lo único que no cambiaría.

    Dejé de visitar los quiscos a orilla de río de mi pueblo querido. La manamana me parece insípida y la fealdad del armadillo me le corta el supuesto buen sabor que le sentía. El armadillo en fogón de leña dejó de ser mi pescao preferido.  Menos que me como ahora un bocachico a la brasa envuelto en masa y hojas de plátano. El bagre rayao ya no lo quiero ver ni nadando. Prefiero meterme en el “gran mol”, y con la pureza del aire acondicionado, degustar un rollito de suchi en sus diversas presentaciones en el mejor restaurante asiático para gente como yo.

    Nunca más, durante mis viajes, paré en Barinitas a degustar la carne en vara que antes me gustaba, ni en Parque Carabobo a comerme una cachapa con queso de mano, menos en El Furrial de Monagas a comer las cachapas gigantes; nada de hallaquitas trujillanas rellenas de caraota en Quebrada de Cuevas; nada de queso de cabra en la carretera de Carora; nada de dulce de leche de cabra en Santa Ana de Falcón. Las empanadas de cazón de Puerto La Cruz y Margarita dejé de saborearla por lo grasienta que son. El chicharon gigante de carretera lo execré de mi dieta; sí no lo compro saborizado con picante en bolsas herméticas, no me lo como. Sólo me detenía en los “burguers” y los “macdonals” que encontraba en la vía. ¡Cómo disfrutaba de una hamburguesa doble y una “cocacola” gigante! ¡Qué sitios tan pulcros y eficientes! Después de visitar estos últimos, nunca más me metí en esas horrendas churuatas de carretera.

Y me metieron en la mente que el venezolano era flojo mientras había visto a mi papá largar el forro de las bolas en las haciendas del sur del lago. El colmo de los colmos es que nos hicieron creer que nuestros vecinos del otro lado de la frontera eran mucho más educados que nosotros los venezolanos, más responsables e ingeniosos, porque sabían hacer de todo.

    Y me gustó el porro y el vallenato, el blue y el rock, tanto, que los saboreaba hasta en la sopa y el bus.  Y empecé a relegar la gaita y el galerón, el golpe tucuyano, el joropo llanero y el central. Aunque no entendía un coño lo que decían, los Beatles y los Rolling Stones me cautivaron. Y empecé a menearme como Elvis Presley y me parecía ridículo el coticeo del joropo llanero y el golpe de garrotes del tamunangue; ni qué decir del joropo tuyero. Tampoco quise bailar más cumbias ni porros. Cuando iba a Bobures le huía al chimbánguele, y en la costa central del país me fastidiaba el tamboreo.

    Recuerdo que, en mi época de muchacho, empecé a fumar al estilo de Renny Ottolina un fortuna que no llegaba ni a una centésima de vicerroy. Dejé de degustar el miche callejonero y el cocuy de penca por la cerveza polar; y no podía beber otra, las demás me sabían insípidas por carecer de “cuerpo cervecero”; después me dije: “bebedor que se respeta, sólo bebe wisky”. Y cambié los enlozaos de las esquinas calientes y las rokolas de las taguaras y los viejos bares de la ciudad por las modernas tascas, acompañado siempre de mi “viejito parra”. ¿Cómo no sentirse bien frente a una inmensa pantalla super HD de tecnología de punta desplegando todo su colorido con tan fina acústica? ¡Eso sí es una nota! Ya me olvidé del mojoso tocadisco que tenía y de la vetusta rockola que heredé de mi viejo querido.  

    Conozco mi país de cabo a rabo. En Margarita me alterno entre “el sambil” y la Isla de Coche, lo demás no me interesa. Ver la simple caída de agua del Salto Ángel no me emociona, no me llama la atención, por eso nunca iré, ahora menos que lo cambiaron por el Kerepakupai Merú; en vez de selvas y tepuyes prefiero extasiarme en el Gran Cañón de Colorado. Jamás elegiría el Tobogán de la Selva de Puerto Ayacucho frente a los parques disney de “mayami”. Nunca cambiaré “mayami bich” por Caracas; menos Venecia por Santa Rosa de Agua de Maracaibo, Ologá del sur del lago o Sinamaica de la Guajira.  ¡Ah!, y eso de meterme en el lago a ver fastidiosos destellos en la noche, no va conmigo, no señor ¡nunca iré! Nada de piraguas deambulando por insulsos ríos, lo mío es una de cruceros por el caribe contemplando sus islotes y blancas playas. Nada de llanuras inundadas de mosquitos y bichos raros, prefiero los tranquilos parques temáticos tejanos. Y no sigo porque te puede dar envidia.

    Alguien me dijo: “Cambia doña bárbara por los clásicos europeos, eso sí es literatura”. Y me empezó a caer mal Miguel Otero Silva, Rómulo Gallegos, Tulio Febres Cordero,…

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